El arte de saludar
Jorge Valencia*
El saludo es una prevención de la violencia. Un signo de amistad a priori o la continuación de un afecto suspendido en el tiempo. Es la santiguación de un apego.
Un buen saludo es franco y simple. La sinceridad cumple un efecto importante. El canon consiste en el ofrecimiento de una mano firme, siempre la derecha. Ni tan fuerte el apretón que demuestre hostigamiento involuntario ni tan débil que carezca de interés hacia el otro. Los varones se saludan palma con palma, los pulgares apuntando al cielo; el cariño es sonoro y tronador en el código de la virilidad. El “hip-hop” ha difundido juegos manuales protocolarios: sobetón de mano y puño contra puño, como si se tratara de los miembros honorarios de una pandilla mítica.
El saludo más cálido sigue siendo un abrazo. Lo ideal es que queden juntas las mejillas derechas. Los que no tienen costumbre, cabecean antes de abrazar. Algo tiene de acoplamiento, de sentir el cuerpo de otro en una proporción considerable del propio. Casi nunca puede fingirse un abrazo. Si se finge, se nota de inmediato la falsedad.
El beso de mejilla es el más mentiroso de cuantos saludos existen. Nunca se reparte pródigo por el temor a dejar más saliva de la que conviene en el cachete ajeno. Las mujeres no temen embarrar lápiz labial, como un sello de pertenencia. Entre ellas, el beso resulta impostado y airoso, acompañado de la onomatopeya “muah”, producto de acentuar la apertura de los labios. Beso traidor por antonomasia, el de Judas a Jesucristo: costó treinta monedas y la fundación de una fe.
El más higiénico es el saludo de lejos, chocando los dedos en la palma personal. En ese caso hay que decir “hola” para refrendar el motivo y no aparentar locura.
Los apáticos dicen “qué onda”. La onda de la vida: ancha y larga, de amplitud modulada; o corta y repetida, de afinada frecuencia. Esa voz no espera respuesta: avienta un “ahí quédate” tácito, contundente, soez, individual.
Cuando es sincero, el saludo une mundos. Tiende un puente de cordialidad entre dos o más.
Los niños se saludan a sí mismos, apuntando con sus dedos a su propio rostro. Ese saludo indica que se acepta la otredad, el universo, lo demás. Es un saludo de vuelta; por lo tanto, primigenio.
Las princesas saludan con un beso en la punta de sus dedos y luego lo soplan a la plebe. Los políticos menean la mano, como limpiando una ventana imaginaria: no para ver sino para que los vean mejor sus votantes. Los futbolistas levantan los dos brazos para calzarse la admiración del público. Los luchadores aceptan los chiflidos y las mentadas de madre, indicador de una hermandad disfrazada de repudio. Los simpatizantes del Che Guevara hacen la “V” de la victoria, una victoria diluida entre los años y el olvido, que nadie recuerda sobre qué triunfó. El mismo gesto, para los “hippies” comeflores, significa “amor y paz”. De igual manera, nadie entiende amor a qué ni paz en dónde, en un planeta de odio y guerra que los Beatles no consiguieron modificar.
El saludo más auténtico parece ser el de los ojos que alzan las cejas, sin pronunciar palabra alguna ni aderezarlo con ningún otro gesto. Significa “no me importas”.
El beso de mano a una mujer se quedó en el siglo XIX. Puede que el saludo genérico, como ése, no trascienda el XXI. El egoísmo y desprecio, que todo lo inunda en nuestros tiempos, tiende a caducarlo como el pañuelo lavable y muchas otras cosas. En ese sentido, saludar será un acto de rebeldía, un arte en desuso y una forma de irreverencia para quienes saben que el mundo está más allá del espejo.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx
Le externo el beneplácito que me causó leer su escrito desde la primera frase hasta el punto final y desde mi trinchera, le envío un cordial saludo.