¿Educar o educarte?
Miguel Bazdresch Parada*
Es común entre los educadores y los estudiosos de la educación y de los educadores también concebir, al menos como un supuesto fundamental, la educación como la clave necesaria para conseguir personas pensantes, participativas, activas y comprometidas con las necesidades de la comunidad en la cual vive y convive, y también las del país en sentido amplio.
Los pensamientos y las emociones de nuestro ser se construyen en el proceso mismo de vivir, convivir, participar, hablar, escuchar, actuar, pensar, conversar y relacionarse con personas y cosas del mundo en el cual vamos viviendo conforme crecemos y decidimos caminos, rutas colectivas y personales. La escuela, en cualquiera de sus concretos, es un lugar en el cual comparto con otras personas preguntas, respuestas, habilidades, actitudes, actividades y, por tanto, formación del pensamiento propio y a la vez compartido o diferenciado del pensamiento de otros.
Singular ayuda en este complejo, diverso y variable proceso es el educador: padre, madre, maestro, amigo, parientes y personas con las cuales se cruzan caminos. Prácticamente todas las personas hemos sido educadas por una pléyade de personajes con quienes he compartido, desde minutos de charla o intercambio de ideas y deseos, hasta parientes acompañantes toda la vida.
Este educar es tan importante que todos los gobiernos de las naciones del mundo hoy asumen la responsabilidad de promover y cuidar de lo necesario para que suceda y esté disponible para toda persona interesada. Esta universalidad del educar es la característica que suscita interés ideológico. Es decir, educar con base en una ideología o modo de pensar acerca de la realidad y las realidades de este mundo. De tal modo, la educación no sólo tiene preguntas, sino también respuestas, algunas desde la ciencia, otras desde la tradición y la costumbre; otras desde esa ideología o lectura particular del funcionamiento de la realidad social, a veces, también de la realidad personal, familiar o comunitaria.
Con frecuencia, quizá menos de la necesaria para configurar un país libre, el educar incluye el respeto por los pensamientos, ideas y conductas de los educandos, lo cual ayuda a esos educandos a distinguir sus propias ideas de las realidades vivenciales y evidenciadas en el procesos de conversación con sus educadores, mediante lo cual conoce y reconoce, y se apropia del mundo de la vida.
Educarte es una tarea personalísima. Si la persona no participa con todo su interés y facultades, el resultado no será educativo. De este postulado surge la repetida queja de los estudiantes de lo “aburrido” de la escuela. Y, claro, de lo “padre” que estuvo cuando hicieron actividades gustosas e interesantes. Esto lo saben bien los educadores y saben bien que ciertos temas o aprendizajes les cuestan mucho a los estudiantes. Y, entonces, ¿por qué se insiste en dictar desde muy lejos a estudiantes y escuelas lo que se debe enseñar?
Esta situación se complejiza cuando aceptamos que la escuela debe ayudar a los estudiantes a comprender su estatuto y significado de ciudadano de una democracia y la importancia de ese carácter para la construcción de un país soberano. La importancia no debe ser obstáculo para aprender la ciudadanía y sus características democráticas, mediante afirmaciones a memorizar o a repetir, sino mediante actos cuya ocurrencia produzca realidades concretas en el ámbito colectivo, del grupo o de la escuela, en el cual los estudiantes puedan tomar decisiones, después de ejercitar las prácticas propias para la construcción participativa, por ejemplo, de una actividad o de un modo de proceder.
Así, la cuestión es si el modo de educar se democratiza o sigue controlado por la autoridad política del país.
*Doctor en Filosofía de la Educación. Profesor emérito del Instituto Superior de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). [email protected]