De estéticas

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Hace mucho que las estéticas unisex desbancaron a las peluquerías de antaño, donde los hombres asistían para confirmar su virilidad, afeitarse con navaja y despuntarse los cabellos sin decirle al peluquero cómo. A los niños, los despelucaba su madre en casa.
Las estéticas modernas admiten a todos por igual. Un joven sigue de una señora mayor, quien pasó al sillón de la tijera después de un varón sin vergüenza. Las revistas de mujeres en posiciones interesantes cambiaron por otras revistas de chismes y peinados prototípicos que todos eligen con la libertad de uniformarse.
Lo primero es el champú. Todas las cabelleras pasan por la antesala del jabón, donde las peluqueras en capacitación aplican una mezcla de fab con acondicionador y enjuagan con un chorro de agua que ellas definen tibio y en la práctica resulta demasiado poco. Pobre de quien se queje.
Por protocolo, las estilitas preguntan cómo va a ser el corte antes de iniciar su obra artística. Los ilusos solicitan variaciones al corte que de antemano la ejecutante ya ha determinado. A veces los clientes presentan recortes de revista. La trasquila se realiza de acuerdo con arquetipos de la época y la situación socioeconómica. En las estéticas de colonias modestas se aventuran tijeretazos con denominación de origen. El corte a la Michael Tyson expresa el precio y el domicilio donde éste se llevó a cabo.
Las estéticas que cobran su refinamiento ofrecen bebidas genéricas a sus clientes y una bata de tejido plástico para evitar la comezón poscorte de los pelos adheridos al cuello de la camisa propia. Estos establecimientos sólo admiten obtusos con cita. El rechazo a los intempestivos es una demostración de su exclusividad. Resulta obligatorio el nombre propio de origen extranjero, casi siempre inglés, cuyo apóstrofo puntualiza no la familiaridad sino la especialidad del oficio. Lo raro es lo eficiente.
La cabeza egresa con una frescura de menta y un barullo de música pop. Los pelos, con pegamento de “mousse” y secador, prometen un temperamento apenas ultrajado y una cartera más flaca.
Las barberías, fomentadas últimamente por la añoranza de los hombres necios, palidecen bajo el furor de las estéticas (ahora ya tradicionales), donde las tijeras desbancaron hace mucho las navajas; y los masajes de cráneo, los chistes misóginos de los solitarios que sólo pretendían cortarse el pelo.
Parecerse a los otros tiene un precio fijo y una rutina cultivada con esmero.
La disciplina filosófica que se encarga de lo bello, mueve a la estilista -como un sino arcano- a mostrar al cliente el resultado de su propia nuca, con un espejo de mano que demuestra lo que somos por atrás: seres humanos que confían en la ontología de unas tijeras. Alguna vez, también Hegel se recortó las patillas.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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