Cuando un hijo se gradúa: el sueño de nos(otro)s
Marco Antonio González Villa*
Nada es más fuerte que un vínculo afectivo y significativo con una persona y ningún vínculo es tan fuerte como el que se tiene por una hija o un hijo deseado y amado: va más allá de la necesidad de preservar la especie que reduciría todo a una simple dimensión biológica-genética o de vivir una fantasía de inmortalidad narcisista de poder seguir existiendo, para trascender entonces a un acto amoroso con un alto sentido ético y una manifiesta incondicionalidad. Se dice que el dolor más profundo que se puede sentir es la pérdida de un hijo, lo cual nos da una dimensión clara de lo fuerte que es esta relación.
Pese a lo que se diga y se promueva, ser empático es sumamente difícil; sin embargo, con un hijo o una hija amada se vive una conexión tal que se puede sentir su cansancio, su dolor, su sufrir, por lo que se puede llegar a defenderlos a ultranza de quién sea o de lo que sea, buscando terminar o erradicar aquello que los lastima, llegando incluso a dar la vida con tal de salvarlos de un mal, ya sea social o alguna enfermedad, por ejemplo. Se da la vida por ellos, se entiende, son parte de uno.
Pero también, en algo que solamente pueden vivir quienes aman, se viven y se sienten los triunfos y logros de un otro: desde la misma concepción, el crecimiento en el vientre materno, su llanto y respiración al nacer, su crecimiento físico, sus primeras palabras, sus primeros pasos, sus primeras letras y su primera lectura, su progresiva independencia y autonomía física, su ingreso a instituciones educativas, su participación en festivales, sus diplomas, sus triunfos y logros deportivos o artísticos paralelos a la escuela, sus cumpleaños y, definitivamente, cada nivel educativo que se concluye.
Y es aquí donde se experimenta una de las dichas más grandes: es inevitable tener fantasías, anhelos, metas, ilusiones sobre el futuro de un hijo o hija desde que nace, deseando el éxito para ellos y teniendo claro que uno es solamente su soporte, un acompañante en su camino a la vida adulta. Hay regocijo con cada paso que se da, con cada grado escolar que termina, que va de la mano de su crecimiento intelectual y cronológico. Se invierte mucho en ellas, en ellos, no sólo lo económico, también tiempo, esfuerzo, sueño, sufrimiento si advertimos alguna dificultad escolar, inversión ética y desinteresada de la cual lo único que se obtendrá es la satisfacción de presenciar y sentir sus sueños y logros como propios, con mayor intensidad a veces dependiendo del sentimiento, y con el continuo pensamiento de todo padre y madre: que sea feliz y que no sufra; la escuela seguramente ayudará en estos objetivos. Ver concluir sus estudios de una hija, de un hijo, es verlo cruzar la meta, sentir el orgullo y la alegría de su éxito, que uno se ha apropiado, no por protagonismo, sino porque hemos vivido su sueño como propio: se puede entonces llorar de alegría, de felicidad, sentir tranquilidad y descanso por un momento, ya que se vienen ahora otras metas, pero por un momento su sueño, nuestro sueño, se cumplió. No hay envidia de la buena; hay felicidad de la buena por el logro de alguien más. Una vida difícil y sin logros puede olvidarse por lo alcanzado por el ser amado.
Muchos jóvenes y adolescentes no llegan a entender que uno como padre o madre siente dicha por sus metas cumplidas; tal vez si lo comprendieran, menos estudiantes dejarían la escuela. Abrazo y aplausos entonces por cada hijo o hija que termina una carrera, gracias por la alegría que dan a nuestras vidas y permitirnos decir que, sin duda, nada, nada, se compara o nos hace vibrar más que tener un hijo amado; ¿alguien diría que no a ver graduarse a un hijo y/o que sea considerado una persona de bien? Todo mundo desea esto para nuestros otros, para nosotros, lo sé… Gracias, Mando.
*Doctor en Educación. Profesor de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala. [email protected]