¿Cómo entender los estudios y la perspectiva de género en la UPN?

 en Invitados

Job Avalos Romero*

Aunque actualmente la perspectiva de género está cada vez más presente en las políticas públicas, al menos en el discurso, no es ocioso recordar que la Unidad 141 de la UPN lleva una trayectoria de más de 20 años formando profesionistas de ámbitos diversos que integran el género como parte de su quehacer profesional. Así pues, la Especialización en Estudios de Género, su programa más antiguo, “busca formar profesionales capaces de generar conocimientos y propuestas de intervención que promuevan una cultura de equidad e inclusión entre mujeres, hombres, niñas y niños”, según se lee en la página de los programas que se ofertan en la UPN 141.
El objetivo es sin duda muy loable. Ninguna persona que genuinamente crea en la equidad entre géneros podría refutar el beneficio social de tal formación. Sin embargo, a la luz de lo que ocurrió en el acto académico de la generación 2022-2023 hace unos días, me parece legítimo cuestionar las prácticas a través de las cuales las y los estudiantes son llevados a entender dicha cultura de equidad e inclusión. Cabe señalar que, a diferencia de la mayoría de los programas académicos que se imparten en la Unidad 141, los de género, por su historia y características, son gestionados de manera independiente a la dirección, al grado de que el Colectivo de Género es totalmente autónomo con respecto a la designación de docentes para los cursos y sobre la decisión de quién puede formar parte y pertenecer a su grupo.
Una vez hecha esta aclaración, me permito regresar al asunto que llamó mi atención. El discurso de la representante de egresad@s de la especialización visibilizó estilos docentes y tratos que, por sus características, podemos imaginar sin problema en instituciones escolares donde, desde un modelo patriarcal, se busca doblegar la voluntad de las personas hacia la obediencia y el sometimiento a la autoridad, aun cuando esto implique ejercer miedo e intimidación. Lo que resulta lamentable, por no decir escandaloso, es que tal situación ocurra en una institución de educación superior y en un programa de estudios que justamente pretende cuestionar y romper con el modelo patriarcal que critica.
Lo sorprendente, además, es que esta situación haya sido denunciada por una mujer que cursó un programa académico de género. Por ello considero importante conocer las palabras de la egresada, para recuperar, desde su propia voz, la experiencia que ella y su grupo vivieron durante su formación:

“Transitar por la Especialización en Estudios de Género ha sido para nosotros una experiencia con diversos matices. En el camino nos encontramos con algunas prácticas docentes en las que, desde su privilegio, ejercieron violencia simbólica como una característica de su enseñanza. Otras veces fueron prácticas incongruentes con un currículum que busca, precisamente desde la perspectiva de género, crear sinergias libres de cualquier tipo de violencia y opresión, en las que prevalezca la justicia, la transformación social, la inclusión. Lo anterior no tiene otra intención que la de invitar a reflexionar como institución, qué tipo de cultura escolar es la que ha permeado en las aulas a lo largo de estos años, y continúa reproduciéndose a tal grado que es posible percibirla y sentirla porque lastima. Pues recordemos que nuestro actuar como agentes educativos tiene un impacto significativo en ella”.

Frente a tal declaración, en otras latitudes y contextos esto habría llevado, cuando menos, a una disculpa pública de manera inmediata y, desde la institución, a un análisis serio sobre las implicaciones y las consecuencias para quienes participan como docentes en la especialización. En nuestro contexto local, resulta muy significativo que, sin externar una disculpa ni mostrar empatía frente a la denuncia de la violencia recibida, el acto académico continuó como si esos hechos nunca hubieran sido nombrados. Tampoco ha habido, hasta el momento, una declaración institucional. Dicha reacción, o mejor dicho, la falta de ésta, hace pensar que la violencia simbólica contra las y los estudiantes se ha normalizado, como si esto debiera ser parte de su formación. En este sentido, también llamó mi atención que, mientras por un lado se agradeció el trabajo de una compañera que apoya en tareas administrativas dentro de la especialización, se haya dejado en el olvido a otra colega que regaló muchas horas de trabajo no remunerado para preparar el acto académico, aunque ella no mereció ser mencionada a pesar de encontrarse presente en el evento. ¿Una mujer tiene más valor que otra?
Volvamos ahora al discurso de la egresada. Me imagino que algunas lectoras y lectores pensarán que el hecho de atreverse a denunciar públicamente la violencia recibida demuestra que la formación funciona para estimular y promover la criticidad. Desde luego, esto debe reconocerse. Sin embargo, me parece legítimo preguntarnos sobre el método: ¿es necesario ser víctimas de violencia para poder reconocerla, denunciarla y luego erradicarla? No lo creo. Es como si para ser cirujano fuera necesario dejarse abrir el cuerpo para luego ser intervenido quirúrgicamente y en ese proceso aprender cómo operar. ¿No hay otras formas para entender el paradigma patriarcal en el que vivimos y proponer alternativas para cambiarlo? ¿Es necesario que dicho modelo sea replicado, esta vez por mujeres que toman el lugar del hombre para ejercer violencia simbólica desde una posición de privilegio?
La escuela, como muchas otras instituciones sociales, fue creada en una cultura patriarcal, donde el docente varón, dotado de una autoridad incontestable, desde una relación jerárquica y en una posición de privilegio, podía ejercer un sinnúmero de abusos y vejaciones en contra de los alumnos. De ahí que resulte sorprendente el uso de estas prácticas en una formación especializada que pretende romper justamente con esas relaciones asimétricas, con la diferencia de que, en este caso, la asimetría se da entre mujeres. Una parte de ellas, desde el privilegio y asimiladas al patriarcado, que pretenden enseñar a las otras –las violentadas–, a luchar por la equidad con respecto a los hombres y a librarse de su yugo.
Otra cuestión que me permito retomar del discurso antes compartido es la violencia simbólica. Este término, acuñado por el sociólogo Pierre Bourdieu, se describe como una violencia donde no se utiliza la fuerza física, sino que se da por la imposición del poder y la autoridad. Esta violencia, más bien sutil e imperceptible, resulta fácil de ejercer en el contexto del aula y de la escuela. No requiere golpes ni gritos, tampoco es necesario discutir. Basta con imponer una visión de las cosas como la única opción válida, porque “yo sí sé de qué hablo”, y hacer sentir a quienes van a aprender que el simple hecho de ir a formarse los coloca en una posición de ignorancia y desconocimiento del tema o asunto en cuestión, por lo que su discurso puede ser descalificado en cualquier momento.
La experiencia vivida por esta generación de la Especialización preocupa además porque, a pesar del trabajo que el Colectivo ha realizado durante más de dos décadas, la perspectiva de género parece no haber permeado en las prácticas cotidianas que se viven en la propia Universidad. Tan solo la semana pasada, una colega fue desalojada de su oficina en condiciones arbitrarias: fue hecho sin previo aviso y por dos maestras sin ninguna atribución para exigir tal cambio de lugar. El manejo del incidente “en lo oscurito”, sin una disculpa por parte de las agresoras y sin una sanción, confirma lo que la egresada de la especialización denuncia en su discurso: en la UPN hay prácticas docentes cargadas de violencia simbólica que se ejercen desde el privilegio.
Antes de cerrar este artículo, es importante dejar en claro que no pretendo meter a todas las integrantes del Colectivo de Género en el mismo saco. La misma representante de egresados reconoció en su discurso que algunas docentes, “desde un trato amoroso, resignificaron la relación docente-alumnas”. Sin embargo, eso no evita que la violencia vivida parezca tener consecuencias significativas. Es muy revelador que, a pesar de haberse emitido una convocatoria que permaneció abierta tres meses y medio, no hubo suficientes aspirantes para poder abrir un nuevo grupo de la Especialización en Estudios de Género.
La situación resulta preocupante para un programa que funciona mucho a partir de las recomendaciones que egresadas y egresados hacen en sus círculos profesionales y sociales. Para quienes trabajan en los programas de género, éste es un momento ideal para hacer un análisis crítico sobre los contenidos impartidos, las metodologías utilizadas y los perfiles de quienes imparten los cursos. Una oportunidad para hacer un alto en el camino, identificar lo que no está funcionando y hacer los cambios necesarios que permitan ofrecer formaciones de calidad, pero sin violentar la dignidad de quienes asisten con la intención de volverse agentes de cambio capaces de innovar a partir de una cultura de equidad e inclusión entre hombres, mujeres, niñas y niños.

*Doctor en Ciencias de la Educación. Profesor en la UPN, Unidad 141 Guadalajara. jobavro@gmail.com

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