Casa sola

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Los primeros que agradecen una casa sola son los robacasas. Las luces prendidas y una cámara frente a la puerta son estrategias oblicuas que los ladrones saben eludir. La gorra y los lentes los convierten en cualquiera con gorra y lentes (repartidor de pizza, vendedor de biblias, compadre que viene a saludar). Y las luces sólo sirven para que los vecinos alumbren sus cocheras gratis.
Uno deja la inseguridad de casa para someterse a la inseguridad de carreteras y terminales. Cada vez son más frecuentes las historias de asaltos a plena luz del día mientras se hace cola en la caseta de cuota. Los asaltantes arremeten contra los automovilistas varados, luego de lo cual no queda más remedio que regresar a casa sin dinero y sin viaje y una paranoia susceptible de psicoanálisis.
Las terminales no son garantía. Lo mismo pueden ocurrir asaltos en la estación camionera y la aeroportuaria. Situación que obliga a los paseantes a evitar maletas bromosas, abrazarlas durante el todo el trayecto y de preferencia no documentarlas; llevarlas consigo a bordo como se lleva a un ser querido.
La inseguridad se convierte en un criterio significativo cuando de vacacionar se trata. La casa sola es una carta abierta para los malandrines. La tecnología permite encender las luces y los electrodomésticos a distancia. Establecer conversaciones desde la ausencia. A menos que falle la electricidad.
Sin electricidad, la casa se vuelve vulnerable como cualquier casa. Expuesta a los embistes de los visitadores furtivos (la empresa que reparte paquetes, el funcionario del censo, el jardinero que ofrece sus servicios).
Existen grabaciones de perros bravos, con la ventaja de no repetir el repertorio de ladridos y amenazas, con sensores que se activan ante la presencia de visitantes.
Sin embargo, basta una visita repetida para descubrir la falsedad de los ladridos (un vendedor de frutas, la quiromanciana emprendedora, la niña exploradora que ofrece panquecitos).
La única solución infalible consiste en invocar a un fantasma. Amaestrarlo para la soledad, como un vigía. Programar rutinas persuasivas que incluyan objetos voladores, cadenas que se arrastran, pasos que suban y bajen escaleras. Sobre todo, gritos ululantes, apariciones repentinas, imagen descarnada, levitación…
Los amigos de lo ajeno preferirán otra casa igual de sola sin la amenaza de un paro cardiaco. Esperarán la llegada de los habitantes para negociar un acuerdo que convenga a ambas partes.
Así son las cosas en el país del surrealismo.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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