Caminar

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El acto de caminar es la confirmación de que somos humanos. La ventaja evolutiva nos permitió afianzar nuestra supervivencia como especie. Fuimos capaces de huir, de perseguir, de cambiar de medio ambiente a voluntad.
Una persona que camina resignifica su genética. Vuelve a inaugurar su lugar en la evolución.
Las ciudades obstaculizan esta certeza con aceras imposibles donde la prioridad es el estacionamiento de los coches, los postes de la luz y los excrementos de los perros. Las banquetas han convertido el acto de caminar en una aventura complicada e insegura.
Lo más probable es que quien camina se haya enfrentado al riesgo de un atropellamiento o de un asalto. Es simbólico que las caminatas urbanas se sometan a códigos como andar contra el sentido de los coches o evitar horarios y rumbos dominados por el crimen. Es más seguro ir a comprar las tortillas en coche. Pasar por un café bajo la indignidad del “drive thru”. O de plano, pedir un rappi.
La escuela peripatética de Sócrates hoy optaría por las clases en “Google Meet”. La exploración de los antiguos ha evolucionado en la navegación por internet, sobre asientos mullidos y aires acondicionados y ficticios.
Las películas extranjeras muestran gente saludable que sólo inicia el día con una caminata suficiente. En México, caminar por el barrio resulta un deporte extremo o, cuando menos, una forma de la osadía. Todos conocemos a alguien que salió a caminar y llegó sin tenis. Con medio infarto por el susto de un accidente aparatoso o con el navajazo propinado por un resentido ante el atrevimiento de no llevar la cartera.
Entre nosotros, sólo camina quien no tiene otro remedio: porque el úber no entra en presupuesto o porque la oficina queda a dos cuadras (a veces, ni así).
Un recurso obligatorio para caminar consiste en sacar a pasear al perro. En este caso, lo recomendable es que se trate de un dóberman entrenado para masticar personas que usen pasamontañas. Los pequineses se pasean en coche y éstos se asoman por la ventana.
O bien, ir en coche al parque. Estacionar frente a una casa con aspecto paranoico y dar dos vueltas teniendo el vehículo a tiro. Cuidar que no oscurezca y no haya alguien cerca con aspecto de envidiar las pertenencias de uno.
Los más prudentes compran una caminadora a plazos. Ponen música de Creedence y dedican 15 minutos a mover las piernas mientras observan con detenimiento la pared. El cuerpo engañado agradece la rutina. La mente siempre recurrirá a escenas atávicas de lo que un día fuimos: cuando teníamos que caminar para beber agua de algún río.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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