Asilos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Sociedades post-productivas, los asilos son espacios donde los recuerdos son la única industria, pero no hay quien los consuma. Los ancianos se recluyen sólo para no hacer nada. Para vivir del ayer y para regar anécdotas como se riegan las flores en las macetas.
En nuestra tradición cultural, los asilos matriculan a gente mayor que nadie quiere o puede tener en casa. En países donde se hablan idiomas diferentes, los asilos son casas de auténtico descanso, atendidas por especialistas en distintas ramas de la geriatría, donde los internos aceptan su internado de forma voluntaria. Existen actividades terapéuticas que dotan a los ancianos de dignidad y auxilio psicomotriz. En esos países, la gente ahorra toda su vida y elige la institución de destino cuando aún está en condiciones de evaluarlo con la parsimonia y los razonamientos claridosos que dan los recursos bancarios. En Florida o en Ajijic, suelen ser atraídos por el agua, por el sol, por la calma.
Entre nosotros, en cambio, son los familiares –cuando aún los hay– quienes disponen el claustro y casi siempre porque no quieren hacerse cargo de sus achaques ni de sus malos modos.
En rigor, el asilo es un refugio para vivir los últimos años en paz. Sin más preocupaciones que el sabor de la gelatina.
El asilo ideal tiene las puertas abiertas y un personal con más dientes que cejas: con disponibles sonrisas excesivas y oídos educados para los monólogos repetitivos.
Esas casas de recogimiento tienen un costo. Casi nunca menor. Ofrecen cuidados paliativos y comidas tres veces al día. Las áreas verdes y la pintura constante contradicen la mesura del cautiverio. La compañía de los enfermeros y de los otros viejos les concede un aire de campamento permanente, de comuna dimitida donde el ajedrez adquiere dimensión medicinal.
Un buen asilo resuelve el olor a naftalina con lavanda y tai chi.
Las personas asiladas miden sus días por medio de las visitas. Poco a poco resumen a los parientes en el hijo predilecto, cuyos ademanes adivinan en cualquiera que les brinde verdadero afecto. La demencia es un recurso de la compasión con el que yuxtaponen el ayer con el ahora. Sus flash-backs son indulgentes y oportunos: vuelven a reconstruir un cariño a medias, una venganza en proceso, una profesión intempestivamente interrumpida. Durante esos trances, los viejos vuelven a ser quienes son; a amar sin vergüenza y a pelear sin rubor.
Los familiares saben que sus viejos están en buenas manos. Que están mejor ahí. Que la próxima visita volverá a llenarlos de culpa. Y a romperles otra vez el corazón.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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