Anónimos
Jorge Valencia*
El mayor gesto de cobardía es enviar un anónimo. Lo envían las mujeres despechadas, los perturbados hipersensibles, las niñas aviesas o las brujas maliciosas. Pretenden generar un mal sin manifestar el origen. Lanzar una granada para presenciar la destrucción desde la lejanía y la comodidad de un palco.
Los medios masivos de comunicación resultan un vehículo muy adecuado para la difusión de los anónimos, pues el emisor del mensaje se oculta con mayor facilidad entre una multitud acéfala.
Existen agrupaciones que brindan intencionalmente el anonimato a sus participantes para garantizar que no tendrán algún tipo de represalia: Alcohólicos Anónimos es un ejemplo. Pero este artículo no se refiere a ellos.
En el futbol, los aficionados mexicanos insultan al portero enemigo cada vez que despeja el balón. Sólo lo hacen porque saben que nadie les hará frente. Y que con ese grito subliman su frustración por nunca haber ganado nada. En cada insulto existe, por lo tanto, una conciencia íntima del fracaso. Una aspiración frustrada al triunfo. Ganar no es difícil para ellos; es imposible.
A esa estirpe pertenecen quienes envían anónimos. Conviven cotidianamente con quienes desean perjudicar: les dan los buenos días y los saludan de mano. Se trata de cobardes y de traidores que justifican su insignificancia por la culpa de terceros. Judas pasó a la historia como el traidor por antonomasia, cuya muerte es el epílogo de una vida de grisura. Los entes anónimos que gustan de la ponzoña mantienen una vida semejante. Experimentan todos los días lo que ellos consideran perjuicio bajo sonrisas falsas y con la cabeza agachada. No levantan la voz ni sacan el pecho; por el contrario, asienten y se humillan y maquinan secretas venganzas. Se trata de hipócritas bocabajeados que avientan la piedra y esconden la mano. Las últimas palabras del emperador Julio César fueron “¿tú también, Bruto?”, para inquirir a quien con la misma lealtad que le juró, le ensartó uno de los puñales que le dio muerte.
Con el tiempo, “bruto” se convirtió en sinónimo de “estúpido” y está claro que su relevancia, lo mismo que la de Judas, se yergue sobre la sombra de aquél a quien odió y con quien nunca pudo equipararse. Jesús debía morir; Judas resultó un mal necesario. Lo mismo ocurre con César y su hijo adoptivo Bruto.
Los emisores de anónimos refuerzan la presencia y actualidad de sus víctimas. Más allá de la difamación retorcida, su mensaje es un reconocimiento al poder que el vituperado ejerce sobre su persona. Se trata de un homenaje bárbaro, rupestre, más bien naíf. Los anónimos sólo pueden ser escritos por psicópatas resentidos que padecen de sus facultades. Al menos de una: la del valor. Declarándose heridos, se convierten en verdugos. Cometen un agravio con el pretexto de sufrirlo. Injurian porque se sienten injuriados.
Una persona íntegra enfrentaría la adversidad. Es mucho pedir.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]
¡ BUENÍSIMO ! Felicidades Jorge Alberto.