Día de mujeres

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Todas las reuniones familiares se llevan a cabo en torno de una abuela, una madre, una hija, una hermana o una esposa. Los festejos del abuelo, del padre, del hermano o del marido siempre son organizados por una nieta, una hija, una madre, una hermana o una esposa agradecida. Nada ocurre sin su gestión.
El centro gravitacional de una familia es femenino. Las mujeres constituyen el sistema planetario que unifica y congrega. O separa y aleja.
En su día, todos obvian sus virtudes al punto de ni siquiera felicitarlas. Para la mayoría, el Día Internacional de la Mujer es un día como cualquier otro. Hasta para las propias mujeres.
De las madres abnegadas protagonizadas en el cine por Marga López a las reinas de la mafia actuadas por Kate del Castillo, el imaginario colectivo concede a las mujeres un papel de excepción en nuestra cultura. Soportan lo indecible y son capaces de las peores tragedias debido a su rareza intrínseca. Diosas de la ignominia o mártires de la fatalidad, los mexicanos les edificamos un altar para recluirlas entre los barrotes dorados de la veneración o el espanto.
Ya no es de extrañar que las mujeres sean las mejores estudiantes, las mejores dirigentes, las mejores deportistas… Nuestra cultura no se asombra. Pero tampoco les reconoce.
Aún no tenemos una sacerdotisa reconocida por las principales iglesias ni una presidenta de la república. Siguen habiendo sirvientas sin prestaciones, viudas sin beneficios, indígenas discriminadas o empleadas acosadas por sus patrones. Ya no digamos esposas todavía golpeadas. Nos causan compasión y admiración.
Nuestro peor insulto consiste en mentar la madre. Reflexionado ampliamente por Octavio Paz, su significado sigue siendo un ejemplo de la idiosincrasia nacional, que atribuye a la mujer el origen de nuestro temperamento.
El culto mexicano a la mujer resulta una paradoja. Por un lado, nuestra idolatría venérea nos impulsa a considerarla lo más sagrado (el guadalupanismo no es un hecho azaroso) y por otro, le atribuimos nuestra perdición y fracaso. La música popular justifica el alcoholismo y los balazos como la catarsis de su maltrato. Son madres y meretrices, compañeras y patibularias. Objeto de deseo y espíritu protervo.
Fuimos paridos en tal antítesis. Celebramos matrimonios y bautizos bajo los extremos de esa dicotomía. Tienen el poder para santificarnos y condenarnos; enamorar y despreciar, procrear y matar. Son tema de la poesía y argumento del crimen.
El nuestro es un pueblo femenino que concede una argumentación exhaustiva a la apología de género. El machismo es la máscara antropológica con que ocultamos la culpa.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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