Médicos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Acudir a un médico es asumir la vulnerabilidad. Pasar la etapa de la automedicación y tener ánimo para la humillación. Los mexicanos estamos dispuestos a pagar una consulta que siempre sobrepasa nuestro presupuesto cuando de verdad nos sentimos muy mal. Sólo cuando el dentista debe sacar una muela a pedazos o el ginecólogo debe extirpar un quiste. Antes de ese panorama, todos conocemos a un homeópata oportuno o a una contadora intuitiva que ofrece masajes holísticos. Tomamos todo lo que nos recomienda alguien que alguna vez estuvo en una crisis parecida y pagó los honorarios de un especialista. Pertenecemos a una cultura que considera que una sola receta basta para todos.
Las secretarias de los médicos son parte de la misma sociedad que preserva el Santo Grial. No permiten el acceso a cualquiera. Los méritos incluyen una úlcera sangrante o una retina suspendida por diúrex. Una vez demostrada la urgencia, pactan la cita a un plazo no menor de dos semanas, como si la inmediatez se considerara un insulto al renombre de su jefe.
Los especialistas requieren análisis clínicos como condición para cualquier diagnóstico. No arriesgan su prestigio si antes no existe una evidencia objetiva del padecimiento. Extraen el instrumental de su estuche a cambio de un sobre sellado y a su nombre con el conteo meticuloso de los leucocitos. Disfrutan el estremecimiento del paciente provocado por la gelidez del estetoscopio resguardado en una cubeta con hielos. Toman la presión con los ojos entrecerrados y pesan a los enfermos sobre básculas alemanas que aún conservan una suástica como símbolo de autenticidad y de su indiferencia hacia el dolor del prójimo. Parecen desilusionarse si la enfermedad es menor (los catarros comunes les provocan ira); por el contrario, les entusiasman los casos terminales, los retos profesionales, los padecimientos que puedan firmar con su apellido obeso y rimbombante. Se les nota el frenesí cuando mencionan las palabras “lupus” o “leucemia”. Y sólo entonces exponen los detalles de la degeneración progresiva del cuerpo en proporción a la complejidad del tratamiento. Se valen de esqueletos plásticos y material didáctico para exponer su diagnóstico. Luego se ponen de pie sin motivo aparente, caminan unos pasos para abrir una ventana, de manera que el paciente los siga con la mirada y clave sus ojos sobre los diplomas que acreditan su especialidad con una fotografía oval de los años 70, comprimida por patillas exhaustivas y una melena de futbolista argentino. El contraste con su calvicie es el mejor argumento de su experiencia. Tienen a la mano una caja de klínex y un “I-pod” pausado en el “Intermezzo” de Manuel M. Ponce. Ofrecen el diagnóstico como el juez que condena a la horca, sueltan la pausa del aparato y acercan los klínex. Entonces obsequian un galimatías filosófico que en otro contexto sería una rutina de “stand-up”.
Firman la receta con garabatos cifrados y aprietan las manos del paciente con fraternidad calculada. Mientras el enfermo terminal deposita los pañuelos de su desgracia dentro del cesto de bronce y se retira con la losa del Pípila sobre los hombros, el médico mira a través de la ventana de su consultorio, por encima del escritorio de caoba, en un acto ensayado como protocolo de la acreditación de su doctorado… Suspira y piensa “qué barbaridad: soy una eminencia”.
-Martita, hágale cita para la semana que entra- dice con ternura a su secretaria.
Según la revista Health Affairs, la mitad de los estadounidenses que cayeron en bancarrota fue por causa de los gastos médicos.
El seguro médico más socorrido en México es el Seguro Social. Todos los asalariados pagamos por una atención en la que aún se admite que el cirujano olvide el escalpelo adentro del paciente intervenido por apendicitis. Es la proporción de la fortuna que alguien puede amasar después de 30 años de cobrar el salario mínimo. Hemos conseguido que aquí nadie se desfalque por una enfermedad terminal.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • Nicandro Tavares

    Más que un excelente artículo del academico Jorge Alberto Valencia, más parece un video que refleja la crueldad de la actualidad. Vive el que tiene dinero, el pobre muere desahuciado.

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