Perro perdido
Jorge Valencia*
Para Fidel
Un perro perdido es un alma en pena, un tren sin rumbo, un ángel con las alas amputadas. Obedece a la ley del susto. No reconoce calles ni casas. Si alguien quiere socorrerlo, corre y gruñe y tira la mordida. Los perros perdidos terminan atropellados por un coche, desangrando su mala suerte en una banqueta cualquiera.
Rescatar a un perro perdido es enmendar una injusticia. Rectificar una falencia de la vida. Hay que llevarlo a una nueva casa –”casa puente”, le dicen– donde los olores son distintos a los habituales; las condiciones, temporales y el cautiverio, una forma de protección.
Los rescatistas son guardias improvisados cuyo móvil es la compasión pura. Existen algunos que roban perros para pedir rescate: esos no son rescatistas sino delincuentes. Los verdaderos rescatistas no se dedican rescatar perros; no es una profesión. Lo hacen de manera excepcional cuando la situación los obliga y la lástima no les permite continuar con su rutina diaria. Recogen al perro y viene la parte más difícil: dar con el dueño. O colocar al perro en una casa donde lo quieran.
El rescatista sin oficio hace carteles espontáneos y los pega en lugares visibles por la zona del encuentro. Si se trata de un perro cuidado, con collar pero sin placa, acude a las veterinarias cercanas y muestra la foto. Existen sitios en internet donde se puede difundir la información y rastrear a los dueños. Quienes frecuentan esos sitios son los que realmente entienden el proceso: en pocos minutos la foto del perro extraviado circula en miles de cuentas de Facebook, lo cual permite una pronta recuperación.
No todos son finales felices. La mayoría de los perros perdidos no tienen pedigrí. La gente no los prefiere sin raza. Los “mestizos” resultan más difíciles de querer (lo más feo es lo que más trabajo cuesta, dicen las abuelas). La única estrategia posible es la conmiseración. Las veterinarias trasnacionales son especialistas y organizan adopciones bajo protocolos específicos. Por ejemplo, ofrecen costales de croquetas y vacunas gratuitas. Los incautos, los que tienen buen corazón y los que no están dispuestos a pagar pequeñas fortunas por el pedigrí son quienes adoptan a un perro perdido.
La mayoría de los perros perdidos están condenados a la calle, a vivir con quienes no los quieren o a una muerte rápida sin emociones en el antirrábico.
Dicen que los perros rescatados son los más agradecidos. No es del todo cierto porque el agradecimiento de los perros es inherente a su naturaleza: no existen perros que no agradezcan una caricia, un sentimiento de afecto (aunque se trate de lástima) o un plato de comida.
El proceso milenario de la domesticación de los lobos nos obliga a ser compasivos con ellos. Se trata de una deuda genética de nuestra especie. Si todavía quedan algunos subnormales que maltratan a los animales, especialmente a los perros, se trata de seres cuya humanidad ha mutado. En esta subespecie caben los asesinos, los políticos racistas (aunque triunfen mediante sufragio y aunque sean presidentes de países superpoderosos), los prepotentes y los radicales que difunden paraísos con argumentos de odio y terror.
Un buen nombre para un perro perdido es Fidel. En honor al Comandante y a la naturaleza de su alma. Un nombre así asegura lealtad, una larga vida y un lugar significativo en el corazón de quienes se cruzan en su camino. El mundo se justifica por seres como él.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]