Nombres propios
Jorge Valencia*
Resulta paradójico que nuestro mayor rasgo de identidad, el nombre propio, sea una imposición. Nuestro nombre fue escogido por nuestros padres bajo criterios poco claros y cambiantes.
Hay quien rotula a sus hijos con el sino de su propio apelativo, por seguir una tradición. El hijo está condenado a utilizar un eterno diminutivo: será “Eduardito” a los 50 años. Peor es cargar el número romano: “Eduardo I” el abuelo; “Eduardo II” el hijo y “Eduardo III” el nieto. Ofrece una reminiscencia real que poco tiene que ver con castillos y abolengo sino con egolatría y necedad. Sobre todo cuando no se trata de “Eduardo” sino de “Prisciliano”.
Cuando las familias se componían de 15 hermanos, los padres apelaban al destino: bautizaban a las criaturas según el martirologio. “Pedro” o “Pablo” significaba tener buena suerte; en cambio, “Pánfilo” o “Mónico”, una justificación para el rencor.
Una salida fácil es ponerle al niño el nombre del tío y luego elegirlo para padrino. Se matan dos pájaros de un tiro: “Luisito” es el ahijado del “tío Luis”.
Tener un nombre es asumir un símbolo. “Cuauhtémoc” representa la persistencia por una cultura vencida; “Alejandro” es el conquistador. “Sócrates”, el que todo lo sabe. Existen los “Beethoven”, “Washington”, “Espartaco”… Que recuerdan la afición artística de los padres o su gusto por lo exótico. Bien podría ser “Ponce” (por Manuel M.), “Hidalgo” (por Miguel) o “Cuitláhuac”, si se tratara de sus atributos.
Los citados, al menos son ilustres. Es poco agradable encontrar nombres extranjeros difíciles de pronunciar e imposibles de escribir: “Jeannette” o “Wolfgang” presentan problemas gráficos. Faltan muchos años para alcanzar su castellanización, como ocurrió con la mayoría de los que ahora pertenecen a nuestra tradición. “Jorge” es griego; “Alberto”, alemán y “Guadalupe”, árabe. El tiempo se encargó de su adaptación a nuestra fonética.
Quien no lo sabe, bautiza a sus hijos como “Iván”, “Johann” o “Johnny”… Cuyo origen es “Juan”. Por lo tanto, llamarse así en Rusia, Alemania, Inglaterra o España es llamarse igual.
El afán de originalidad lleva a algunos a caer en el exceso de poner a su hijo el sabido “Aniv de la Rev”. O bien, “Kárloz” que, por más raro que parezca, sigue sonando a “Carlos” y es la misma cosa.
Más sutil resulta la cacofonía que los padres infringen a sus hijos sin percatarse. Llamarse “Genoveva Vivanco” es obligar una dificultad de por vida. Peor aún “Mónica Galindo”: el “bullying” está garantizado.
Nadie puede esperar que a “Francisco” no le digan “Paco”, a “Antonio”, “Toño” ni a “Mercedes”, “Meche”.
Aunque no lo determina, el carácter de alguien se inclina hacia lo que significa su nombre. Llamarse “Dolores” invita a padecer un malestar constante; “Socorro” es un clamor al aire y “Aniceto” motiva a la misantropía. En tal caso, se augura una psicopatía.
Si nombrar las cosas implica un acto de sometimiento, bautizar a un niño es definirlo para siempre. Apostar por un desenlace. Aunque se realice desde la inconsciencia o desde una estética retorcida que los años, las experiencias de la persona, justificarán. Todos los nombres propios son sinónimos de “paciencia”, un género cinematográfico en espera de exhibición.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]