Tacaños
Jorge Valencia*
Una persona tacaña es aquella que hace de la desconfianza un principio. Teme la llegada de un futuro poco promisorio y prefiere su prevención. Ahorra por si acaso. “Acaso” es su órgano rector. Adora la posesión. Tener significa ser. Cuanto más acumula, más importante se considera.
Vive bajo la paradoja constante de tener en abundancia sin poder disfrutarlo. El terror de perder lo tenido le lleva al extremo de la penuria. Se han visto casos de miserables que conservan cuentas bancarias espléndidas. O de multimillonarios que colocan en su mansión un teléfono de paga, como el dueño de la Getty Oil Company. Los que trabajan mucho sin gastar ni un poco son psicópatas del ahorro. Aman tanto lo que consiguen que sufren el menor desprendimiento como si les quitaran un brazo. Cualquier cosa les parece un derroche innecesario y prefieren una existencia austera. El Sr. Burns caricaturiza muy bien esta conducta en Los Simpson.
Los tacaños hacen del remiendo una virtud. Ostentan ropa que ha resistido varias décadas, la cual ha sufrido modificaciones según la dimensión de su cuerpo. El agua jabonosa de la lavadora la reúsan en el excusado. Sólo accionan la palanca después de tres deposiciones, cuando el hedor resulta insoportable. Se bañan completos una vez por semana; el resto de los días prefieren un aseo dirigido y zonal.
Tienen un solo hijo. Acolchonan las almohadas con retazos de telas viejas que guardaron para la ocasión. Archivan las cosas con esmero y meticulosidad. Gozan de excelente memoria: recuerdan los restaurantes adonde fueron invitados (si hubieran tenido que pagar no habrían asistido) y saben el menú completo con los precios exactos de cada platillo.
Vacacionan cada tres años. Prefieren caminar en vez de tomar un taxi. No tienen coche a menos que les haya sido heredado. Y lo tienen para no usarlo.
Los tacaños no tienen amigos. Consideran que también el afecto se reparte a dosis. Los viernes se permiten una caricia; los sábados quizás un beso. El fornicio resulta excesivo y por lo tanto se abstienen. Son cuáqueros del amor. Oyen todavía los discos de acetato que les regaló una abuela en la consola arcaica que adquirieron como una ganga y aún sirve a la perfección. Desconfían de la moda y las tendencias. Se casaron con el primer novio para no despilfarrar el cariño, aunque no les caiga bien.
En México les decimos “codos” y la tradición los ubica geográficamente en la ciudad de Monterrey. Gente acostumbrada a los extremos, los regiomontanos más que tacaños son moderados. Hacen de la adversidad una oportunidad y de la bonanza una finalidad. Hibernan sus fortunas para temporadas más benévolas. Sólo así se explica la prosperidad de esa ciudad en medio del desierto. La tacañería debe adjudicarse a otra región: a aquélla donde la abundancia de los recursos naturales hace fácil todo, excepto la administración y el reparto equitativo de los bienes. El occidente del país infunde tal holgura que la ambición se coarta y se traduce en conformismo. Tal vez los tapatíos tengamos más codos per cápita que el norte. Es explicable que una sociedad tradicionalmente comerciante como Guadalajara esté acostumbrada al intercambio: dar para recibir. Sobreabundan las plazas comerciales, donde la gente se entretiene en chucherías. Las tiendas departamentales que más destacan son las que venden artículos de baja calidad pero parecen de mayor calibre.
La mezquindad de un tacaño radica en darse de sí a cuentagotas. Es ermitaño y distante. Solitario, seco, poquitero. El tacaño muere solo. Su única exuberancia es ofrecerse en banquete a los gusanos.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]