Apodos
Jorge Valencia*
Además de los curas durante los bautizos, existe gente que gusta de repartir nombres. Cuando ya alguien tiene uno (en esto se excluyen los curas), encimar otro es ensartar un apodo. Hacerlo, representa para ellos una manera de incidir sobre el rumbo de las cosas, replantear un hecho consumado. Escribir un grafiti sobre la vida de un tercero.
Existen apodos inocentes que se obtienen en el seno de la familia: “Negro”, “Gordo”, “Beba”. Otros, más crueles, atienden a una deficiencia física: “Tuerto”, “Renco”, “Cuatrojos”. O a un parecido forzado con un famoso: “Rambo”, “Messi”, “Rigo (Tovar)”.
Los apodos tienen la peculiaridad de restringirse a un grupo: alguien es “Güero” o “Flaco” sólo para los hermanos y padres pero nadie los conoce así en el trabajo. En reciprocidad, “Sapo” y “Reina Isabel” son sobrenombres que un hijo no le dice a su papá ni un sobrino a su madrina. Son apodos de oficina, lo mismo que la “Zapatitos”, el “Catrín”, la “Chimoltrufia” o el “Bigos”.
Por limitarse al grupo de pertenencia, los apodos se desvanecen cuando las personas dejan de frecuentarse. El “Chango” y la “Marrana” dejarán de responder “presente” cuando egresen de la prepa. La mencionada “Chimoltrufia” dejará de serlo cuando cambie de empleo; entonces se convertirá en la “Dientitos”.
Los apodos más duraderos son los que más molestan: “Caspita” es un gancho al hígado para el profesor de Física o “China” para la que tiene el cabello lacio como aguacero de junio.
También hay apodos históricos como “Kojak”: sólo quien vio la serie de Telly Savalas en los años 70 sabe que se refiere a un calvo. Y el clásico “K2” por un comercial arcaico donde el “Loco” Valdés se rapó y se rotuló ese dígrafo en la cabeza para anunciar una mueblería de la Ciudad de México.
Decirle “Sabio” a quien cree que el Renacimiento es un bar o “Muñeca” a una mujer que necesita rasurarse dos veces al día es imponerles una burla sin réplica bajo el recurso de la ironía.
Los más osados difunden su propio apodo, tal vez inventado por sí mismos para fomentar la percepción que pretenden que los otros tengan: el “Soda (Estéreo)” es un fan perpetuo; el “Tubo” duerme con la camisa de Chivas y “Madona” justifica con el mote su atracción por el látigo y el corsé de fierro forjado que complementan su perversión.
Nada sería de los acosadores escolares sin su capacidad innata para implantar sobrenombres. Gracias a su destreza para aprovechar el sufrimiento ajeno, el “Pétalo” recordará de por vida la clase de Química en fue derrotado por una diarrea repentina. La “Pizza” pagó una fortuna en terapias para sobrellevar el apodo con que el chistoso del salón se burló de sus espinillas. Lo mismo el “Pompis”, quien idealizó su propia figura; la “Iguana”, por la sangre fría y su boca de doble ancho, y el “Feto”, quien nunca tuvo ni tendrá novia.
Los apodos son dardos envenenados o tersuras verbales. Depende de la intención con que se pronuncian, el contexto donde se escuchan y el coraje con que se reciben. La “Gringa” es un gentilicio razonable a menos que se trate de un varón con ascendencia maya y costumbres heterodoxas. “Punto y coma” para quien tuvo poliomielitis es una ofensa que se aviva en cada carcajada. El “Mojón” no necesita explicaciones para lamentarlo.
La “Suave Patria” es un apodo que López Velarde asestó con una certeza tan poética como devastadora. Su brillantez sinestésica le viene de la lija y el cepillado con que los mexicanos nos partimos el lomo cada día para otorgar a la nación la dignidad que doscientos años de fracasos y bancarrota no han podido doblegar. “Porque escribes tu nombre con la ‘X’…”.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]