La fiesta de la lectura

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Considerado el mercado de libros más importante del mundo hispanohablante, la FIL abre otra vez sus puertas durante una semana. Resulta paradójico que un país donde no se lee, celebre la fiesta de la lectura.
El INEGI concluye que un mexicano lee “casi cuatro libros al año”. Si es así, basta un paseo por la feria para cumplir la cuota con la contraportada de los libros expuestos en los estantes. Dos mil editoriales de 44 países exhiben sus novedades.
¿Qué tipo de textos son esos “casi cuatro libros”? Difícilmente poesía, novela, cuento o ensayo de inobjetable prestigio literario. Por el contrario, casi puede adivinarse que la gran mayoría de libros impresos, comprados y leídos son textos de superación personal o biografías de actores y deportistas famosos. Es posible que sólo los niños y adolescentes que han convertido en “best-sellers” las zagas de “Harry Potter” o “Twilight” por sí mismos superen el número per cápita sugerido por el INEGI. Se trata de una generación que ha vuelto a tomar los libros como un gesto de identidad y se espera que el proceso de su madurez los lleve hacia Borges, García Márquez o Juan Rulfo.
La institución de educación superior de mayor prestigio en Jalisco, segundo estado en importancia del país, publica menos libros de literatura que la Universidad de Colima, significativamente más chica, con menor alumnado y un presupuesto reducido. Precisamente esa institución, la Universidad de Guadalajara, se ufana con motivo de celebrar la Feria del Libro. Permuta sus recursos editoriales por la asistencia de 750,000 personas a las instalaciones de Expo Guadalajara. Acaso resulte más ventajoso recurrir al “zapping” festivo con un costo de entrada de 20 pesos, que esperar la lectura de un poeta local, por más premios, aunque sea gratis.
No estar en la FIL es ser nadie. Si no firma un libro, acompaña una presentación o se incluye en un coloquio de variado tema, un autor no pertenece al “establishment” y, por lo tanto, no vale. La FIL es un catálogo y un inventario de lo que ocurre. Fuera de sus puertas más allá de los 9 días de su vigencia, nada existe. El ciudadano común sólo ve libros y oye que hay autores.
Con justa razón, las familias toman la Feria como una dosis. Como la vacuna contra la influenza. Los apretujones, embotellamientos y hartazgo representan el medio para alcanzar el fin: la jeringa y su piquete que inoculan el virus. El gasto de dos o tres libros y listo, suficiente por un año.
Leer lo que sea no es leer. Si así fuera, bastaría el consumo completo del directorio telefónico para presumir procesos de pensamiento que sólo son posibles a través del hábito de la lectura. Por el contrario, la literatura (considerando que se trata de lo que mejor se escribe) posee estructuras internas que permiten acceder a procesos más complejos que Condorito o Jordi Rosado.
Por lo tanto, la cifra que el INEGI audita por sí misma no tiene sentido. Si los “casi cuatro libros” anuales que un mexicano lee fueran “Pedro Páramo”, “Cien años de soledad”, “El laberinto de la soledad” y (aunque fuera “casi”) “El Quijote”, serían suficientes para sentar las bases de una persona capaz de acreditar la prueba Planea, exigir a sus diputados la erogación de leyes inteligentes y apagar el televisor cuando se presenta “La rosa de Guadalupe”.
Que la Feria del Libro ofrezca descuento en la obra de Eliseo Diego (por poner un ejemplo), es un principio. Que los niños hojeen libros como objetos mágicos deseables, una esperanza. Que la ciudad se paralice y la Expo se abarrote, una actitud aplaudible pero, cuando menos, sospechosa. Todos son invitados a la fiesta; pocos entienden qué se celebra.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Escriba su búsqueda y presione ENTER para buscar