Divorcio
Jorge Valencia*
Los matrimonios contemporáneos evolucionan en distintas formas de divorcio. Esa pareciera la meta: coincidir por lo pronto para un día decir adiós. El placer por el fin. Lo malo de los matrimonios felices es que les resulta imposible divorciarse.
Quienes se aman, se plantean un afecto con caducidad. El amor es una emoción que se marchita. Antes que otra cosa, los amantes se reconocen básicamente volubles, incapaces de formular un compromiso vitalicio que justifican bajo el lugar común de “ya no me nace”.
A diferencia de las personas mayores, a quienes les inculcaron el temor de Dios con la didáctica del sopapo y la amenaza, los más jóvenes experimentan el erotismo y la sexualidad de forma explícita, sin el grillete de la consagración civil. No es necesario contraer nupcias para obtener la saciedad corpórea. La unión libre es una decisión tan relativa que se equipara con una salida al cine (y Nétflix ha provocado que ya casi nadie vaya al cine). Vivir juntos se justifica semánticamente con el anglicismo de “roomie”, que lo mismo puede significar una amistad con quien se reparte el pago de la renta que una pareja sentimental con quien se comparte la almohada.
El egoísmo de las relaciones afectivas tiende a minimizar el compromiso y magnificar el placer. Todos tienen derecho a un orgasmo sin culpa. Nada que implique una “obligación” merece respeto en las últimas generaciones.
No se trata de un asunto moral, sino de un proyecto de vida. El futuro no interviene en la ecuación existencial donde el presente y la juventud a ultranza resultan los valores prioritarios e intransigibles. Las arrugas en la cara son el signo de la decadencia; el compromiso, la evidencia del fracaso. Huir es el canon. Escapar de todo, todos, todo el tiempo. Individualismo y sexualidad: el otro como un medio. El frenesí como propósito. El “carpe diem” que los horacistas de ocasión argumentan cuando se trata de negar la compasión, la que limita la posesión y demanda la cesión del yo.
Atendiendo esta costumbre como un principio conyugal, la legislación de algunos países ya llegó al extremo de reconocer la integración matrimonial mediante la participación de tres. Quizá de esta manera la disolución del vínculo se complique o facilite como criterio de la ruptura. O se implementa para que se perpetúe la relación con el contubernio de al menos dos de sus miembros o se disipa con la decisión de uno solo. No hay dos sin tres, dicen.
Así las cosas, tal vez veamos el día en que un equipo de futbol, con sus reservas y sus fisioterapeutas -acaso hasta la porra completa- se considere un matrimonio con “todas las de la ley”. Incluida la bendición cardenalicia. Entonces los torneos deportivos serán trascendidos a la categoría de retiros conyugales multitudinarios. El criterio para perder la copa -¿o para ganarla?- consistirá en divorciarse.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]