(Des) cortesía mexicana

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Detrás de nuestra cortesía puntual, cada mexicano encubre a un ser rencoroso, listo para la agresión.
La “amabilidad” nacional es el lema de nuestra industria turística. Los extranjeros pueden asolearse en las playas donde los meseros agradecen las propinas con caravanas y son capaces de cortarse una mano para que el vacacionista se rasque con ella la espalda a voluntad.
En México, los buenos empleados son siervos cuya emancipación se ha postergado doscientos años. Sus funciones se amplían a traer el café y lavar el coche de su jefe. Todo con una sonrisa sincera.
Se educa a los niños para responder “mande” cuando algún adulto los alude, situación que se pospone hasta la vejez por considerarla de “buena educación”. El “qué” interrogativo suena duro e impersonal. Aunque no se conozca a quien increpa, se responde con servilismo porque nos parece cortés. Nuestra cortesía nos motiva a arrodillarnos para besar con auténtica fruición los zapatos del interlocutor.
Cuando Hidalgo abolió la esclavitud, los amos de las haciendas lo celebraron a fuetazos sobre las espaldas de la servidumbre agradecida.
Al presentarse de nombre, es costumbre que un mexicano diga, después de su apelativo propio, la fórmula “para servirle” o “su seguro servidor” o, ya de plano, “su atento macehual”. Aunque se dice, nadie espera que el presentado le solicite en ese momento un refresco de dieta. Aunque es una posibilidad.
Los españoles nos parecen groseros porque la asertividad no cabe dentro de nuestra idiosincrasia. Preferimos los eufemismos excesivos y los tonos melifluos, casi siempre en forma de pregunta: “¿me prestaría las llaves de su coche para moverlo porque me estorba la cochera de mi casa y necesito sacar mi Tsuru para ir al hospital porque tengo un infarto en progreso?”
Ibargüengoitia ya ejemplificó el absurdo de la expresión “tu casa” para referirnos a la casa propia. “Tu humilde casa”, aunque se trate de un palacio y la propiedad sólo sea de dientes para afuera.
Las generaciones más jóvenes parecen rebelarse a las fórmulas de cortesía, pero no a la pérdida de la dignidad. Ya nadie dice “a sus pies, señora” ni pisa los charcos para que otro cruce por la banqueta, pero el atavismo de la sevicia pasiva aún tiene vigencia, como lo demuestra la xenofilia que nos insufla. Después de Cataluña, el Barsa tiene más fanáticos en México. Los Toros de Chicago y los Vaqueros de Dallas venden más camisetas en nuestros comerciales que los Bravos de Ciudad Juárez y los Mariachis de Jalisco. Hasta camisetas de selecciones exóticas con todo y bandera, si en éstas juega un astro digno de admiración. Nadie se pone una de México que diga el “Harapos Morales”, pero sí de Messi o de Cristiano.
Las telenovelas mexicanas están saturadas de un elenco inmigratorio que convierte a Ecatepec en la Babel de la 4T.
Nuestra cortesía, que es una autoflagelación contenida, alcanza su catarsis en el tráfico de las 2. Las mentadas de madre en la hora pico compensan los 500 años de mestizaje y el reparto insuficiente de la reforma agraria. La tierra no sólo es de quien la trabaja; también del que recibe un puñado en los ojos de un camión materialista a exceso de velocidad en Avenida Vallarta.
Nuestra cortesía consiste en enojarse fingiendo lo contrario. Una mentira dicha cien veces… se convierte en noticiero de las 10.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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