El nombre: de orígenes, sentidos y acciones
Marco Antonio González Villa*
El nombre dado a una persona tiene de inicio un sentido de identificación, de distintivo, que permite diferenciarnos de otras personas en la escuela o el trabajo, por ejemplo, así como de identidad, dado que primero se orienta a dar cuenta de quiénes somos para otros, al mismo tiempo que muestra diferentes elementos sociales con los cuales se vincula un recién nacido como lo es la religión, una etnia, un espacio geográfico o el vínculo con sus figuras parentales o familia.
Por otro lado, el cine, la literatura y diferentes teorías psicológicas han señalado el impacto, historia y destino que un nombre trae a cada persona. Algunos nombres tienen tal fuerza que su sola mención genera diferentes emociones, sentimientos y sensaciones entre las que resaltan el miedo y el rechazo: recuerdo casos como El Rey León, la versión animada, en donde el nombre de Mufasa hace temblar a una de las hienas; cómo olvidar la reacción de Cómodo cuando escucha las palabras “…mi nombre es Máximo Décimo Meridio…” en la película Gladiador; el miedo incluso puede ser tan grande que algunos alcanzan el título de innombrables, como el caso de Voldemort en Harry Potter. Pero esto ocurre no sólo en las pantallas y en los espacios psicoterapéuticos se ha hecho patente que, para muchos y muchas, existen nombres que generan igualmente miedo, como el nombre del padre cuando fue agresivo o el de una expareja o el de un familiar o conocido que cometió una situación de abuso físico y/o sexual.
Pero valdría preguntarse ¿hay una intencionalidad en el nombre dado a una persona?, ¿un sentido?, en algunas epistemologías psicoanalíticas se establece que el nombre puede develar el futuro preconcebido por el padre o la madre para sus hijos o hijas; en ocasiones le da una carga a una persona al portar el nombre de un familiar o conocido exitoso o bien el nombre de un muerto o muerta que era importante para quien otorgó el nombre. En ocasiones revela el amor de una de las dos figuras parentales, por lo que conceden un nombre con un sentido etimológico bonito, en una lengua o idioma específico, o, incluso, se puede dar a un hijo o hija el nombre de un amor idealizado no consumado o inolvidable que se tuvo, lo cual no es conveniente.
Obviamente, hay quienes sienten orgullo y satisfacción por el nombre que detentan, así como quienes no sienten el menor agrado, incluso vergüenza por el suyo o imaginan una vida diferente si tuvieran otro; hoy ya se puede cambiar legalmente el nombre, por lo que sólo es cuestión de tiempo sufrir un nombre que no gusta. En este sentido, hay quienes se lo han cambiado y el nuevo nombre ha trascendido, como Pancho Villa o Marilyn Monroe, por ejemplo.
Finalmente, es un hecho que algunos nombres quedaron, y quedarán, grabados en la historia independientemente del motivo o la razón, en donde el recuerdo queda indisolublemente ligado por completo a las acciones realizadas. Así, es importante resaltar que, pese a lo que hemos venido señalando o se cree, el nombre no define a las personas, son en realidad, reitero, sus acciones: el nombre no hace a uno, uno hace a el nombre; es una enseñanza que debe compartirse a las nuevas generaciones. Por cierto, dejo aquí dos preguntas para reflexionar ¿usted sabe la historia de su nombre? Y, ¿qué ha hecho últimamente por su nombre?
*Doctor en Educación. Profesor de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala. [email protected]