Los grupos
Jorge Valencia*
Un grupo de WhatsApp es una sociedad finita y arbitraria. Es efímera y relativa, indiscreta, inoportuna. Casi nunca obedece su constitución al consenso sino a la imposición de alguien como un gesto de ascendencia y control sobre los otros. Quien administra esos grupos sublima su personalidad autoritaria; y, quien los atiende, cierta sumisión ancestral.
Esos grupos no respetan la vida privada. La identidad se dispersa para cualquiera a través de un número, una frase creativa, una imagen anodina.
La vieja excusa “dile que no estoy” aquí no se aplica. Incluso dormidos, los participantes reciben mensajes que se dan por sabidos. Nadie puede ocultarse a la comunicación satelital.
Existen grupos para toda ocasión: los familiares y laborales, los de ex compañeros de la preparatoria y los de fans del Atlas. Todos los usuarios admiten más de uno y menos de los que quisieran pertenecer.
Se ha vuelto un enigma moral y un desafío para Carreño la construcción de las normas de etiqueta para enviar o recibir memes, videos que sólo interesan al emisor, estados de ánimo que son íntimos. La redacción de los mensajes goza de una potestad de espanto. No sólo por la reducción de las frases sino por la autonomía para las erratas, al punto de que escribir con corrección pareciera una afrenta al medio, a los otros. Una burla veraz.
Entre signos ideográficos e imágenes secuestradas bajo la denominación de “gift”, el lenguaje se comprime a fases preverbales que expresan emociones rudimentarias. El cromañón dándose a entender a señas.
Más que facilitar el intercambio de información, restringen la libertad de sus miembros, condenados a una presencia perpetua y a una consecución de datos casi siempre pueriles y postergables. Las cosas serias se tratan cara a cara.
A veces existen integrantes que no se conocen, unidos por la afición a un equipo o la simple conformación de una colectividad no elegida. Los mensajes llevan un sello personal y un desprecio agazapado: suponen que los otros necesitan saber lo que ahí se dice o cuando menos entender lo que se medio dice. Suelen ser foros cautivos para los que no poseen más micrófono o púlpitos etéreos para quienes se les quiebra la voz.
O bien, un graffiti que otros leen bajo aparente ausencia –cobarde, conveniente– de su autor.
No existe peor agravio que el que se sale sin previo aviso de un grupo de WhatsApp. Significa un acto de rebeldía que convierte al atrevido en un iconoclasta. Pero al menos es un principio.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]