El cierre del caso…

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

De los denominados “reality-shows”, los más atractivos para el público son aquellos donde los participantes sufren una consecuencia significativa. La película “Truman Show” ofreció la acertada tesis de que el interés de la audiencia admite cualquier indignidad humana. Tal vez lo exige. El personaje vive en un mundo de engaño para beneplácito de los espectadores, donde su identidad se supedita al “raiting” de una vida transcurrida en un set. La ternura y la compasión también son emociones que se consiguen a través del artificio de un hombre condenado a la prisión y la mentira con el objetivo de satisfacer la curiosidad insana de los “vouyeristas”.
“Caso cerrado” es el programa emblemático de Telemundo en el cual la jueza Ana María Polo regaña, arremeda y determina las demandas que los participantes exponen con actitudes entre ingenuas y esperanzadas. Como todos los programas latinoamericanos producidos en Estados Unidos, los diálogos y argumentos dan la impresión de un exotismo que no nos es próximo pero sí veraz. La justicia no es una costumbre que nos identifique, por eso nos engancha.
Los demanantes y los demandados aportan testigos que, según la simpatía de la conductora, explayan sus puntos de vista tan cuestionables como inocuos. A veces sólo aparecen sin poder hablar.
La “doctora” actualiza la leyenda de Salomón en su versión hispánica. Sobreabundan los errores gramaticales y los balbuceos intelectuales que la ignorancia de los participantes exhibe sin culpa. Lo ocurrido ahí es verosímil, sin embargo. Emotivo. Entretenido.
Heredera de la tradición que la jubilada Cristina Saralegui inauguró entre los inmigrantes de Miami, Ana María Polo (en su juventud trabajó en aquel programa) ocupa el lugar de mesías del éxito. Su posición de jueza para dirimir exigencias a veces absurdas, alienta la aspiración de los que ocupan la escala inferior de la sociedad norteamericana. Si no se llevan el triunfo del veredicto, cuando menos salen del programa escuchados, vistos en tele, reprendidos por una madre simbólica que representa lo que un inmigrante quisiera ser en un país donde las oportunidades se ofrecen pero no se permiten debido al límite genético y legal que los indocumentados cargan sobre los hombros.
Ana María Polo no duda en exponer sus puntos de vista cuando considera que alguien dice una estupidez. Grita, calla e insulta a quienes a su juicio -para eso es una jueza- lo merecen.
A diferencia de otros programas semejantes, el público en vivo omite sus opiniones. Sólo son parte del escenario, testigos presenciales que no emiten comentarios ni posturas. Aportan sus risas, sus aplausos, sus exclamaciones en los momentos climáticos.
La alusión obligada es el viejo programa radiofónico de “La tremanda corte”. El acento cubano remite a una justicia partidaria, tragicomedia de una población que finge lo que no es y sueña con lo que no tiene. Trespatines se actualiza entre los participantes cuya gracia está en no pretenderlo. En “Caso cerrado” las sentencias son reales y el público observa los gestos (no sólo los imagina) de los acusados, juzga su mirada y aspecto, atreve un desenlace. Los Trespatines de “Caso cerrado” llevan el chiste al interior de su propia historia: cruel, angustiosa, desesperada.
El cierre del caso ocurre en el ánimo del telespectador. Lo transfiere a su contexto nacional. Concluye que el latinoamericano será siempre un visitante incómodo en un país al que no le simpatizamos. La “doctora” Polo reconstruye nuestro sino.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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