Mujeres
Jorge Valencia*
Ser mujer, en México, significa vivir bajo permanente estado de riesgo. Objeto de violencia y de crimen, está obligada a no andar sola por la calle, a no hacerlo a deshoras, a no vestir de forma considerada “provocativa”.
Las políticas públicas no terminan por garantizarles la seguridad, la equidad ni el trato digno. El atavismo insertado en la genética nacional tiende al estereotipo que va de Sara García (la abuelita sin dientes en torno de la cual se constituye la familia) hasta la santidad inmarcesible de la Virgen de Guadalupe. Nuestro matriarcado es de puertas adentro y de dientes afuera.
Sólo tiene carrera en la jerarquía laboral cuando es apadrinada por la conveniencia personal –muchas veces lasciva– de un jefe. Obligada al embarazo y la lactancia, su ascenso está condicionado a la renuncia o la moderación de la maternidad. Y al recurso de la simpatía como condición para la excepción gerencial. En tanto sea bonita…
Los más progresistas le conceden un porcentaje representativo dentro de las posiciones públicas, no por mérito sino por cumplir la regla de lo “políticamente correcto”. Los escalones así logrados son garantía para el fracaso y la perpetuación del estereotipo. “Sólo es mujer”, es la frase lapidaria de la condena compasiva, machista.
Su condición de objeto erótico la reduce a un cuerpo sin mente, a una cancha para el albur y a un territorio de conquista. Sus pechos nunca quedan fuera de una conversación aunque se trate de negocios, de amistad o de la fe. Mamíferos confesos, los mexicanos tenemos madre para lactar y mentarla. El “mamón” es un ser insoportable, codependiente de una ubre mítica que limita su virilidad y, por lo tanto, decoro. La seducción donjuanesca es una forma de conjuro.
El feminismo mexicano está subordinado al escarnio (incluso al de muchas mujeres que encuentran cómodo el prejuicio) de la homilía episcopal cuando no al atole con el dedo del discurso oficial. Todos se suben a ese barco pero nadie tiene intenciones de llegar a su destino.
Están muy bien ciertos oficios –decoradora de interiores, periodista de nota rosa, secretaria– pero no presidenta de la República, directora espiritual o jefa de ingenieros, trabajos cuyo principal requisito es el género.
Aunque se trate de un acto de rebeldía simbólica, un día sin mujeres tiene por cometido su valoración social. El extrañamiento de su presencia. Lo menos que puede ocurrir sin ellas es que los hombres no se afeiten. Que no les calcen miradas obscenas. Lo más, afectación económica, improvisación laboral, caos temporal, maternidad entre paréntesis. Ese día no habrá puericultoras en las guarderías. Ni enfermeras en los hospitales ni maestras en las escuelas. Con sus costillas intactas, Adán se comerá al fin y en solitario la manzana del pecado completa.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]