30 años después
Jorge Valencia*
Asistir a una reunión de ex alumnos que egresaron de la prepa hace 30 años, implica una remoción tal de emociones que no siempre resulta una experiencia recomendable.
El sentido es ceremonial: recordar quiénes somos a pesar de los kilos y las arrugas. No falta el entusiasta que consigue el lugar, las cervezas y la taquiza. El “chat” permite difundir fotos oportunas y anécdotas desvirtuadas; chistes repetidos y una fraternidad más melancólica que sincera.
Asombra que un mismo hecho tenga interpretaciones tan divergentes. La mayoría se expresa de sí mismo con sagacidad y osadía como quien enamoró a las mejores novias y bebió varios litros del peor tequila. Las mujeres, en cambio, se muestran ingenuas y solidarias. Como si besar por primera vez –y algo más– se tratara de un servicio social o de una penitencia que en la prepa todas deben purgar. El galán entonces pretendido ahora está calvo y vende seguros (o eso dice él para justificar que viva en una casa de asistencia y no haya concluido la universidad).
A través de la red social, los más necesitados de afecto refieren con detalle cómo se brincaban a la calle por la ventana de los baños, en una escuela en que las puertas estaban abiertas permanentemente y no tenía caso brincar la ventana para escaparse. El pasado tiene un matiz épico.
Se comparten fotografías de los maestros, extraídas de los anuarios, para fomentar la burla: la de Literatura que lloró porque alguien le dijo gorda, el de Matemáticas con sus coordinados caqui y azul cielo y la de Inglés con su zipizape.
Existe una creencia muy difundida acerca de la etapa idílica de la prepa. Es un tópico recurrente el hecho de considerarla “la mejor época” de una persona. El origen es cinematográfico y musical y se deriva de los años en que el “Rock & Roll” norteamericano estereotipó para siempre la adolescencia, las chamarras negras, las motocicletas Harley Davidson y el requinto de Chuck Berry. A la generación que rondamos los 50 años de edad, nos viene de “Grease” y de los discos de Enrique Guzmán que tocaban nuestras madres cuando éramos niños. La supuesta rebeldía se reduce a Van Halen y a cigarrillos sueltos comprados en la tienda de la esquina de la escuela, en tiempos de colores chillones y cabello esponjado con “superpunk”. El concierto más arrojado que vimos fue en el Estadio Jalisco y el artista era Rod Stewart cuando ya había cantado todo. Y ya no estábamos en la prepa.
La mayoría de ex compañeros son ingenieros y administradores; o médicos y abogados. Alguno ya murió y otro pesa 300 kilos. Cuatro de ellos ya son abuelos. Uno cambió de sexo. Habemos unos cuantos maestros; la mitad, por necesidad (no por vocación). Uno ha publicado libros. Algunos se reúnen todavía para jugar futbol con la intención de destapar las arterias. Algunas mujeres salen con sus maridos. Algunos viven en países extranjeros o en otras ciudades. La mitad, están divorciados. Hay quien nunca se casó. Dos son curas. Uno jugó en Atlas. Varios metieron a sus hijos en la misma prepa. Se adivina la liposucción y la rinoplastia de algunas. La dipsomanía y la soledad de otros… Algunos fuimos compañeros desde la primaria.
Todos los asistentes se muestran contentos. Con la alegría de reconocer las raíces y la (de)formación en común. La prepa es una etapa fugaz e intrascendente: no concede grado ni blasones; sólo es condición para estudiar algo de veras. Además de contentos, nostálgicos. Viejos. Es mejor no remover los escombros: puede que sea más digno no acudir a esas reuniones. Envejecer sin saberlo, para evitar la depresión.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx