¿Qué son las contingencias y para qué servirían?
Carlos M. García González*
Un suceso que puede suceder o no, especialmente un problema imprevisto. También la posibilidad de que suceda o no. La contingencia es un acontecimiento no previsto pero probable. ¿Para qué sirven? Se dice que cuando una persona enfrenta una contingencia tiene que modificar el comportamiento previsto o desarrollar una acción motivada por la irrupción de la contingencia en cuestión. Todo esto y más nos dicen los diccionarios. Pero como dijo el sistemático Jack el destripador: vámonos por partes.
Por un lado nos debería llamar la atención que la cualidad de contingente se aplique a un problema, y a un acontecimiento no previsto. Por otro lado, y esto es lo que interesa destacar, sea el individuo, una institución o la población en su conjunto; se debe modificar el comportamiento en función de un cálculo racional de probabilidades. Esto es: realizar una acción necesaria para anticipar y resolver dicho problema o acontecimiento. Pero cuando en nuestra hermosa república se habla de contingencia, ésta ya pasó. Y en lo que ya se considera como un hecho o comportamiento normal, se actúa una vez que el acontecimiento forma parte del pasado. El árbol ya se cayó sobre los autos, las alcantarillas ya se taparon por la basura que tira la gente en la vía pública sin pensar en las consecuencias, etcétera. En otras palabras, tenemos serias fallas en la costumbre de prever. Solo recientemente y a punta de golpes, dados por la Naturaleza, estamos aprendiendo que son las contingencias y para qué sirven.
Pero como los enanos empezaron desde chiquitos, van dos ejemplos cotidianos. El primero, en la ciudad de Guadalajara hay una vía llamada periférico que circunda la ciudad. Habrá que aclarar que esta vía además de darle casi toda la vuelta a la zona metropolitana, también es libramiento y distribuidor vial y vía rápida (todo, por el mismo precio); pero la existencia de semáforos y el que esté incompleto, cancela el apelativo (el nombre, pues) de vía periférica. Regresando al tema de las contingencias, en años recientes colocaron cámaras para aumentar la seguridad de todos los choferes que circulamos por ahí. Pero como somos dados a evadir la contingencia de la ley, lo que hacemos al acercarnos a un punto en donde se colocan cámaras para enviar una fotografía del exceso de velocidad, es reducir la velocidad solamente en donde están las cámaras (el límite máximo en los dos carriles centrales es ochenta y el mínimo en el carril derecho en sesenta y hay un rango de tolerancia de más o menos diez kilómetros por hora). Esto ocasiona que en los carriles de ochenta se circule a sesenta y en los de sesenta a cuarenta. Los que iban a ochenta frenan hasta menos de sesenta, los que van atrás disminuyen de sesenta a cincuenta y el de atrás a cuarenta… y así hasta que por exceso de evasión de la contingencia el tráfico se hace lento a vuelta de rueda, todo esto porque algunos se creen más listos que el reglamento y la cámara y calculan evitar la contingencia frenando el tránsito de todos los que van atrás. La solución, lo sabemos, es conducir por el estrecho acotamiento a ochenta para rebasar a todos por la derecha, bonito ejemplo ¿no? Para los más alfabetizados en la tecnología hay aplicaciones de celular que avisan en dónde están situadas las cámaras. Pero el asunto es que nuestros aprendizajes no nos entrenan para modificar el comportamiento ante una situación, solo para evadir las consecuencias. Manejar con precaución, implica no rebasar el límite de velocidad y sobre todo recordar que en el otro vehículo hay otro más o menos semejante que también quiere llegar a tiempo y bien a su destino. Si nuestros aprendizajes fueran así, no se necesitarían esas evidencias de nuestra ausencia de prevención y manejo de contingencias que representan la costumbre bárbara característica de pueblos incivilizados: me refiero a los topes. Los topes están ahí porque las cámaras de foto-infracción son más caras, y cuando funcionan requieren mantenimiento y prevención y por tanto tampoco sirven todo el tiempo. Los topes, decía, son la evidencia de nuestra barbarie. La señora autoridad razona: como ya hay un reglamento y están marcados los límites de velocidad pero la gente no les hace caso, en consecuencia para que respeten la ley les ponemos un lindo tope o como mi compadre tiene una fábrica de ellos colocamos varias filas y hacemos de la inseguridad y falta de civismo un jugoso negocio para mí y mi compadre; así quieran o no se detendrán. Los que tienen prisa y camionetotas, sean hombres o mujeres los brincan porque para esos choferes la ley está por debajo de la marca de su troca.
Va el segundo ejemplo. Otro bonito ejemplo cotidiano lo encontramos en las aulas. Cuando el/la crédulo o crédula docente les solicita al estudiantado que prevean la siguiente clase porque se trabajarán situaciones o problemas de geometría y requieren modificar su comportamiento para llevar sus escuadras, regla, compás y transportador… sabe lo que va a suceder pero cándidamente les pregunta llegada la fecha ¿trajeron su material? Sabemos lo que sucederá: muy pocos se acordaron y la mayoría ya saben que no pasará nada. Y esto es lo que aprendemos: qué no hay contingencias ante nuestra falta de previsión. Es decir, nuestro aprendizaje de las contingencias es débil, evasor y por tanto no tiene consecuencias que nos eduquen a realizar un comportamiento previsto. Así, al estudiantado se le llamará chiquillos y chiquillas, porque es necesaria su perpetua condición de infancia para imponerles imágenes de partidos, candidatos y políticas como si la población no hubiese rebasado esta etapa; y sí, tienen razón, esto si les salió bien contingentemente.
Entonces, ya sea para manejar un carro (como le dicen a todo automotor), cumplir con deberes escolares, dejar de poner cara de ¿era para hoy? Y sobre todo para participar en esa utopía que se llama Estado de Derecho, el aprendizaje de las consecuencias o contingencias para nuestros actos es funcional para esa utopía. Si así fuera, no habría necesidad de la ley 3de3, o de topes en las calles (como si con los baches no fuera suficiente), o cámaras de fotografía para tener evidencia de que efectivamente hubo una infracción, o de volantas anticonstitucionales para revisar documentos o aliento alcohólico. Ya deberíamos saber que entre más ley hay menos orden: me refiero a que entre más ciudades judiciales, más patrullas, exámenes de desconfianza (si la hubiera, no serían necesarios), más reglamentos, armamentos, proclamas y catecismos no tenemos más seguridad, sino más miedo. Para esto sirve el entrenamiento en contingencias; para evitar vivir en la barbarie bajo un estado de autoritarismo blando, que solo se pone duro contra la población cuando ésta exige la aplicación de las contingencias de la ley, o para acabar con una ley que cubrirá los actos impunes por décadas, hasta el olvido. Para esto también sirven las contingencias.
*Profesor-investigador del Centro Universitario de Los Lagos de la UdeG. [email protected]
Los mexicanos (no todos) nos dejamos influir y arrastrar por la corriente (la simulación, la comodidad, la apatía por los grandes problemas), porque es el camino más fácil de caminar, porque es el camino más simple de transitar, y porque es el único camino que han o hemos aprendimos a caminar.