Problemas, preguntas y aporías
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Los humanos tenemos el hábito de plantearnos las situaciones que enfrentamos en nuestras vidas como problemas. Para saber si se pueden resolver, analizamos las situaciones que experimentamos en carne propia u observamos las situaciones en las que se han inmiscuido otros y los convertimos en problemas. Así, identificamos algunas condiciones existentes, algunas condiciones o elementos indeseables y cómo modificar esas situaciones para “resolver” el problema. Es decir, consideramos que determinada situación debe modificarse para considerar que tenemos alguna solución posible, para aplicar los medios y procedimientos que cambien la situación, de ser un problema, a ser una solución. Es frecuente que, para plantear el problema, elaboremos una pregunta. La más básica, quizá sería: “¿cómo cambiar esta situación para que se convierta en una situación que resulte más benéfica para las personas/cosas/procesos involucrados?” Buena parte de nuestro proceso de planteamiento del problema se basa en una secuencia de preguntas que nos ayudan a evaluar si el proceso que seguimos es el adecuado. Así, las preguntas “¿logramos modificar la situación en la dirección deseada?” y “¿en qué medida se ajusta la nueva situación, tras proceder (nosotros mismos u otras personas) de determinadas maneras, a la situación objetivo que podríamos considerar una solución?”
Ese hábito de plantearnos preguntas para delimitar y evaluar problemas, asociado al hábito de definir problemas para establecer las metas de lo que queremos lograr o para definir lo lograble en distintos horizontes de tiempo, en buena medida lo aprendimos desde nuestras familias y nuestros grupos de socialización. En otra medida, mucho más sistemática y enfocada, este aprendizaje de preguntar para encauzar, acumular, contrastar información y evaluar los procesos, lo logramos en la escuela. Nuestras tradiciones de enfrentar problemas en distintas tareas escolares nos llevan a generar no solo estrategias para solucionar determinadas situaciones, sino que nos acostumbran a plantearnos, dentro de determinadas lógicas, los problemas a resolver. Las cosas se complican cuando nos enfrentamos a lo que podríamos llamar “problemas enrevesados”, que contienen tal cantidad de aristas que no resulta fácil abordarlos.
Desde el ámbito de las matemáticas se habla de “aporías” cuando existen planteamientos que aparentan ser problemas (que, por definición, son resolubles), pero que en realidad no tienen salida posible. Sin embargo, es posible que existan problemas no matemáticos que sean tan complejos que no nos demos cuenta de que se trata de aporías. Por otra parte, ya los matemáticos han afirmado que algunas aparentes aporías, en realidad eran paradojas que no habían sido planteadas adecuadamente como problemas matemáticos y que, por ende, sí han podido ser solucionados al replantearse adecuadamente. En otras palabras, en asuntos y situaciones a las que “no les encontramos el lado” y que consideramos por tanto irresolubles, tenemos la posibilidad de ser tenaces y replantearnos, obsesos, distintas facetas y añadir o quitar distintas opciones para generar determinada solución. Y también queda la opción de aceptar que, por el momento, no tenemos idea de cómo plantear la situación, ni qué elementos se requieren para comprenderla mejor y salir del aprieto o llevar la embarcación a buen puerto.
Así, en las instituciones de enseñanza, es frecuente que nos encontremos con problemas tan enrevesados que no les encontremos, literalmente “ni pies ni panza”, o con actores y burocracias en las instituciones educativas a los que veremos más que como problemas, como aporías. Sus comportamientos y sus iniciativas nos dejarán perplejos y con la sensación de que no hay “ni cómo ayudarles”, ni cómo salir del atolladero. En buena medida, es posible que esos actores y burocracias ni siquiera se planteen algunas preguntas (“¿por qué es necesario que un título profesional tarde años en tramitarse?”, por ejemplo) o ni siquiera se planteen que sus procedimientos generen problemas para otros que acaban siendo tan enrevesados que esos otros los acaban por considerar como paradojas irresolubles (“si quiero que salga mi título requiero que esa misma burocracia reconozca que he realizado trámites que esa misma burocracia no está dispuesta a certificar, pues desconfía de que alguien, alguna vez los haya realizado; así que lo mejor es olvidarse de tramitar constancias y títulos profesionales, pues la actuación burocrática es una aporía”, sería el razonamiento que derivaría en detener la posible solución hasta que se cuente con estrategias, medios, tiempo, preguntas, recursos e ideas que logren romper el planteamiento de situaciones deseables que fue la misma burocracia la que planteó como requisito para pasar a la siguiente etapa de la vida académica. La lección que se deriva es que, una vez que aprendemos a plantear problemas de determinadas formas, después resulta muy complicado encontrar soluciones que no sigan los procedimientos racionales por los que nos planteamos el análisis de los problemas y las situaciones a las que deseamos (o “deberemos”) llegar.
*Doctor en ciencias sociales. Departamento de sociología de la Universidad de Guadalajara. [email protected]