Nota roja
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Este término se reservaba a una sección y, a veces, a una porción de una página de los diarios impresos que informaban de los acontecimientos locales, nacionales e internacionales. Solía contener encabezados y detalles respecto a hechos locales de violencia entre individuos. Las guerras, los genocidios y las masacres eran cosa de la sección internacional, pues esos eventos no solían aparecer en las noticias locales o nacionales de los diarios impresos ni en los noticieros radiofónicos o televisivos. De tal modo, la nota roja quedaba en páginas interiores y sólo las personas especialmente acuciosas o morbosas llegaban a leerla. El lenguaje empleado en esas notas solía ser escueto y mostrar algunos detalles mientras escondía o mencionaba a las volandas las partes más estremecedoras. “Sedújola, violola, matola y engullola” era el tipo de expresiones que dieron lugar a una industria aparte, la prensa amarillista hebdomadaria, en la que se publicaba en extenso lo que la nota roja de los diarios apenas dejaba entrever, combinado con imágenes más explícitas de los hechos de violencia y con algunas ilustraciones que contradecían, con su desnudez, las intenciones agresivas para sugerir algunas más lúbricas.
En el párrafo previo he conjugado buena parte de los verbos en copretérito del indicativo con la idea de señalar que es algo que era habitual y sucedía de continuo, pero que ya no es así en los tiempos que vivimos. De un tiempo a esta parte, como se titula la novela situada en 1938 y escrita por el exiliado en España Max Aub (1903-1972), nos hemos encontrado con la actualidad de los discursos y los hechos de odio, tanto en el extranjero como en nuestro propio país. Quizá los hemos escuchado o presenciado en nuestros espacios cercanos o íntimos. Ya no nos enteramos de las desavenencias y las agresiones únicamente a través de una acotada nota roja, sino que nos enteramos de las muchas maneras en que las personas o los grupos pueden ser atacados por otros, sean delincuentes comunes bastante desorganizados, por los grupos del crimen organizado, por sus vecinos, por sus parejas sentimentales o por sus parientes. Los tonos rojos y sus secuelas amarillas tiñen ahora buena parte de los medios y modos de comunicación.
Las desapariciones de personas insinúan sin documentar lo que pasa con ellas después. De lo que sí nos enteramos es de que se procura a esas personas, más por parte de sus amigos y familiares que conforman grupos solidarios de búsqueda que por parte de las autoridades que han creado fiscalías y procuradurías especializadas con resultados que están lejos de ser eficientes y que muestran la impunidad de quienes “levantan” y secuestran a las ya decenas de miles de víctimas de este delito. Los crímenes políticos van más allá de los debates verbales y nos hemos enterado de que, incluso en actos de campaña o en traslados cotidianos, los candidatos a un puesto de elección popular o los funcionarios han sido agredidos verbalmente o con armas más letales, han sido heridos o asesinados y hemos aprendido a establecer algunas “líneas de investigación” imaginarias respecto a los motivos de las agresiones: por asuntos de infidelidad conyugal, por narcomenudeo, porque en algo andaba, porque sabía demasiado, porque afectaba los intereses de las mafias, por su filiación partidista, religiosa o étnica. Así como, durante la pandemia, estuvimos hipersensibles a factores biológicos de contagio, de prevención o de tratamiento, en los años recientes hemos desarrollado una sensibilidad o intuición respecto a las actuaciones de víctimas y victimarios, roles que en algunos casos resultan intercambiables.
Como intercambiables resultan los roles que en otras épocas de la historia humana llegamos a considerar contrapuestos. La oposición entre policías y ladrones ya no resulta tan clara en una época en que también se comienza a sospechar que ya no hay blancas palomitas y sí ratas de colas largas o cortas. El caso del doble asesinato del 20 de mayo en la Ciudad de México (https://youtu.be/jZrVMElUkis?si=OZw0hGClCGhJiALM) se ha convertido en uno de esos casos en que los policías han resultado sospechosos de intervenir para defender los planes de algunos políticos corruptos o de empresarios involucrados en las mafias inmobiliarias. La existencia de aparatos de videovigilancia se ha convertido en recordatorio de aquella máxima de “Dios te ve”, que se complementa con “y los vecinos también”, además de que algunos pueden voltear para otro lado y amenazar con decir lo que saben, a menos que hagas “lo que ya sabes”.
En esa extensa nota roja que ha rebasado los límites de la sección que se le dedicaba en diarios, hebdomadarios o noticieros sonoros o visuales, nos hemos enterado de que existen otros observadores que hacen lo posible por detectar los posibles registros de los hechos. Las víctimas directas ya no son las únicas afectadas, sino que también lo son otros testigos, otras personas buscadoras, otras personas profesionales de la información. Se suman más víctimas por atreverse a denunciar, a señalar lo acontecido, a develar intereses o participaciones de otros en los hechos delictivos. Hay muchos que saben y muchos que callan, como se ilustra en la obra teatral Fuenteovejuna de Lope de Vega Carpio (1562-1635) y en la más reciente Crónica de una muerte anunciada del premio Nobel de literatura 1982, Gabriel García Márquez (1927-2014). Fieles e infieles son vistos por otros y a quienes se les ve juntos se les sospecha de relaciones también revueltas, dando lugar a notas rojas y hasta rosas.
A la violencia nos hemos acostumbrado a verla o a saberla en las calles de nuestras ciudades, en vez de solamente a través de series añosas como “Las calles de San Francisco” (se refiere a California, no al santo), “Kojak”, “Columbo”, “CSI” de diversas ciudades o a través de series contemporáneas como “El paciente”, “La casa de papel” o “Te echo de menos”. La nota roja y las series policiacas se combinan ahora con nuestra conciencia de la vida cotidiana y local, con los entramados de la política y con los datos de los árboles genealógicos. Si alguna vez ha tenido vigencia el interés por los relatos policiacos, es en nuestros días. Muy a pesar de la crítica que hacía Antonio Gramsci (1891-1937), que advertía que sería más provechoso alejarse de las novelas policiacas y de las novelas rosas del corazón.
La nota roja documenta espacios por los que hemos transitado: la plaza comercial, el ágora cívica, la escuela, el ámbito doméstico, las cantinas y bares, los parques, las calles y callejones de nuestro barrio. En las escuelas de EUA y de México, los niños oyen tiroteos mientras yacen pecho a tierra y nos enteramos, a pocos metros de donde suceden, de atentados por diversos motivos. Para protegerse de las personas armadas, alegan algunos, todos deberían tener derecho a portar armas, por lo que, en días recientes, el presidente Trump autorizó la venta de ametralladoras ligeras, lo que dará lugar a más acontecimientos de violencia y a más notas rojas. Las novelas de Belascoarán Shayne y sus relatos de policías y ladrones en donde aparecen políticos y empresarios confabulados para acabar con personas indiscretas o militantes de otras causas “inconvenientes” comienzan a teñir las páginas de nuestro día a día. Ya no resulta fácil (y, a veces, ni siquiera deseable) distinguir corruptos frente a “buenos”, unas facciones frente a otras, pues el crimen organizado se ha convertido en infiltrado, los clientes consumidores en distribuidores de drogas que son las víctimas sospechosas y a la vez insospechadas.
La moraleja y la lección de estas notas de carácter expansivo es doble: nos enteramos de más cosas que antes y nos hacemos insensibles por ser las violencias noticia corriente y común. Como advirtió (es decir, notó y a la vez señaló los riesgos) Susan Sontag (1933-2004) en Regarding the Pain of Others (2003), “simplemente hay demasiada injusticia en el mundo… Si la meta es tener un espacio en el cual vivir la propia vida, entonces es deseable que la narración de las injusticias específicas se disuelva en una comprensión más general de que los seres humanos, en todas partes, se hacen cosas terribles entre sí” (2003: 115-6).
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com
Y…¿quién se atreve a ponerle el cascabel al gato?