No todo es dinero en la educación
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Aunque buena parte de las horas de trabajo deban pagarse con dinero, no todo lo que se recibe por educar es un incentivo económico. Ni siquiera se refleja, en muchos casos, en mejoras de las condiciones materiales de quienes se dedican a educar.
Se discute mucho acerca de la gran cantidad de recursos financieros que se requieren para la educación y, en medio de esa discusión, hay quienes olvidan que muchos de quienes educan y de quienes dedican esfuerzos para aprender lo hacen sin considerar lo que les van a pagar por hora o por curso. Esas personas son capaces de paliar la escasez de recursos financieros y dedicar muchas de sus horas a aprender y a estimular el aprendizaje ajeno sin que les paguen con dinero. Muchos parecen “conformarse” con transformar a los educandos, las prácticas, las instituciones, los ánimos, el mundo. Y no necesitan engordar su billetera, su cuenta bancaria o los metros cuadrados de sus casas.
Aun cuando una de las maneras convencionales de medir la magnitud de los problemas y de sus soluciones consiste en señalar la cantidad de dinero que se requeriría para pagar a quien hiciera determinados trabajos, o la cantidad que se ha destinado para pagar los materiales que se utilizarán, no es ésa la única manera de saber cuánto se avanza en la educación. Tampoco basta con saber cuántos libros se han producido, o cuántas horas se ha trabajado en el aula, o a cuántos niños se ha atendido en determinado lapso. En algunos casos, los logros ni siquiera se pueden expresar en términos cuantitativos, pues esos éxitos se miden en la calidad de las personas que forma la escuela, la calidad de vida de quienes han pasado por ella, la calidad de las interacciones que se producen entre las personas que aprenden determinadas habilidades sociales.
Pero no porque haya indicadores cualitativos del impacto de la labor diaria en los hogares y en las escuelas, tendría que despreciarse lo que se deja de hacer cuando el dinero que estuvo “etiquetado” para solucionar las carencias y los problemas de la educación, se desvía a los bolsillos de quienes deberían dedicarse a invertirlo adecuadamente. Altos, medios y bajos mandos en los sectores educativos o de recaudación/administración de las contribuciones de los ciudadanos (“impuestos” por el gobierno a los contribuyentes obligados) son señalados por haber desviado dineros para otros fines. Lo malo es que esos “fines” en muchos casos son bastante personales o de camarilla y sirven para aceitar las relaciones políticas o los escalafones de esos mismos funcionarios.
Mientras que por una parte carecemos de maneras de medir los impactos “intangibles” de los esfuerzos desinteresados y que no son pagados con dinero, por la otra seguimos sin capacidad para estimar lo que se deja de hacer con cada peso que sale de las arcas públicas para engordar los bolsillos privados de quienes deberían defender intereses colectivos que van más allá de los de una camarilla. Lo que sí alcanzamos a atisbar es cómo la educación de nuestros niños (actuales y de varias generaciones futuras) se ve afectada por alguien que decide que, en vez de hacer llegar sueldos a maestros o materiales de construcción a las escuelas o útiles escolares para los niños, se embolsa recursos que engordan los miles de millones de la corrupción en vez de sumarse a los escasos recursos que les son urgentes a nuestros esfuerzos educativos. Mientras que algunos trabajan gratis y por amor al arte y a los niños, hay algunos que se embolsan dinero gratis, sin trabajar pero sí con una perversa propensión a enriquecer a otros como medio de enriquecerse a sí mismos.
*Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. [email protected]