La paciencia

 en Jorge Valencia

Jorge Valencia*

En un mundo que rinde culto al vértigo, la paciencia es una virtud en desuso. Parece más un gesto de anacronía que una conducta deseable. Una aparente carencia de osadía. Para las generaciones más jóvenes, sólo es paciente quien no aspira a mucho. Los adolescentes viven el presente con la intensidad de quien sabe que el futuro no existe, que quizá no llegará nunca. La vida se reduce al instante, a la fotografía de Instagram, al meme de Facebook, al tweet con lenguaje cavernícola que sólo decodifican los nacidos hace pocas décadas.
El pasado es un lugar remoto al que sólo acuden los viejos. La historia es un costal de piedras que nadie quiere cargar. Un cúmulo de inutilidades. El periodista Andrés Oppenheimer (con 65 años) plantea que el lastre de América Latina consiste en su obsesión por mirar hacia atrás. Tal vez no hemos mirado lo suficiente. O no lo hemos hecho bien.
La impaciencia parece la característica común para quienes nacieron sin más muros que la casa de sus padres. Y siempre hay forma de brincarlos. Ni las escuelas cumplen la condición de un refugio. El mundo se achicó y los países son terreno turístico, dispuesto para la adquisición de una nueva experiencia. Conocer gente. Admitir una foto. Probar de todo y caminar sin rumbo. Venga como venga, el futuro es un destino “per se”. Nadie espera más que una mesa donde consumir alimentos orgánicos, conversaciones pueriles, música tecno.
Si antes los tatuajes servían para identificar marinos y hetairas, ahora sólo son signos de una estética volátil, sin otro fundamento que la ocurrencia y tiempo libre para el ardor de la piel. Representan la ideografía de la liviandad.
Sin origen no hay dirección hacia dónde apuntar. La historia no relata las escenas de lo ideal sino el porqué del fracaso. La explicación de los yerros y la justificación de la identidad. Sin un pasado definido no existen mapas ni destinos. Cualquier puerto consiente la llegada.
Las generaciones últimas navegan al garete. Ese es su pasatiempo y legado. El azar como sustento. La noche sin luna, el tiempo sin manecillas… Caras y horas, palabras que no definen ni determinan. Manos que tocan como cartas de presentación. El culto del cuerpo. La sexualidad es la constancia de su existencia preservativa. Si los nacidos en la posguerra fueron definidos como la generación de la mirada, quienes lindan el siglo XXI son la generación de los ojos cerrados: puro sentir, experimentar el mundo desde la emoción. El frenesí sensorial sin ver hacia afuera. Dios no existe si no se siente; ni el amor ni el mundo ni nada. El “multitasking” de la sinestesia inmediata: se huelen lo sonidos del tacto.
En cambio, la paciencia es una vieja en mecedora. Gusta de la tarde y la ventana abierta al horizonte. Los gatos y la tibieza de casa. Los adultos somos una jauría de solos que aún profesa en la esperanza. Y no todos.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • verónica vázquez-escalante

    Una interpretación muy real de la post modernidad que estamos viviendo

  • Ramón

    Tema importante e indispensable para ésta niñez y adolescencia e inclusive jóvenes.
    Hay que meditar el estribillo de Sta. Teresa

  • Nicandro Tavares Córdova

    La realidad es lo que sucede, y esta es una cruda realidad. Felicidades Jorge Alberto Valencia.

  • excelente articulo tocayo, como siempre, que padre escribes, un placer leerte.

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