La inefable experiencia de dormir en el bosque
Jorge Valencia*
Todo empieza con el entusiasmo de alguien. El contagio resulta irremediable, más una concesión por la amistad. El trayecto de la ciudad a la montaña es un acto de contrición: la hégira hacia lo silvestre. La vuelta a la barbarie…
La ineptitud para el armado de la casa de campaña se compensa con la mirada bucólica y la sensación de fusión con la Madre Naturaleza. Los pulmones se hinchan. La amistad se justifica. El fin de semana se presenta con la virtud de una novedad.
El bosque es el origen de nuestra especie. Primates arborícolas, nuestros ancestros nos legaron la atracción por los pinos y el miedo hacia la noche. Una fogata oportuna calienta los ánimos, disipa las dudas, espanta los mosquitos. Invita a la práctica del ars narrativa.
Construimos mitos y leyendas para justificar nuestra migración. La música del viento a través de las ramas, el frío sin costumbre, las estrellas que rematan la negritud. Somos tan poca cosa… Y el bosque abre la boca para asomar lo impredecible.
Sin baño ni cama, el hombre es uno más en el advenimiento de las especies. Sólo existe una membrana de plástico entre el desamparo y los lobos. Y la suerte.
Posiblemente ya no queden lobos. Los aullidos se escuchan con la tenuidad de una invención. Lo único comprobable es el frío. Pájaros nocturnos –quizá búhos– y la humedad de la sierra.
La civilización practica el juego del olvido: en la ciudad, las calles alumbradas definen la continuidad de los días. En el bosque el día debe esperar la lenta conciencia de la noche, que se pronuncia con la escarcha sobre el pasto, el temblor de la piel, el castañeo de los dientes; el sol se recibe al fin con agradecimiento, como a un familiar que regresa de un largo viaje.
En la ciudad se ha olvidado el origen. La acritud de la intemperie, la fiereza del desabrigo. Sólo se quedan en el bosque quienes tienen las raíces atadas al pescuezo. Los demás escogen una calle, un barrio, una ruta de camión. Nos instalamos lejos de nosotros mismos.
Dormir en el bosque es declarar el apego. Sobreponerse a los bichos. Recordar que estamos hechos de estrellas, la única luz que nos reconoce. Sin nada, sabemos que tenemos algo.
El mundo sin urbanizar es el verdadero mundo. Los sueños en la noche del bosque sólo son recuerdos dormidos. Un árbol admirado es un árbol justificado; los otros son árboles en potencia de serlo.
Quién quiere dormir en medio del bosque… Volver al principio.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]
Interesante experiencia e invita siempre a reflexionar una aventura tal.