La fecha de caducidad (primera parte). Comentarios sobre una discusión

 en Carlos García, S. Lizette Ramos de Robles

Carlos M. García González* y S. Lizette Ramos de Robles**

Las mentiras y el engaño tienen fecha de caducidad
N. Salgado

En esta primera parte trataremos de abordar algunas facetas de lo que denominamos la fecha de caducidad del docente. En nuestra discusión hablaremos de los atributos, las condiciones estructurales y las contradicciones que se desprenden de la discusión de esta afirmación: fecha de caducidad docente.
El tema surgió de una reflexión sobre diversas situaciones que se presentan en nuestros centros de trabajo y que se corresponden a las valoraciones que realizamos cotidianamente los docentes para los estudiantes y de éstos hacia sus docentes. Cada vez es más notorio o frecuente que en esas valoraciones, expresadas verbal y gestualmente, se presenta una mutua descalificación. Sabrá mucho, pero no sabe explicar, dicen los estudiantes; o estas generaciones no leen y si leen no entienden, reiteran los docentes.
Esperamos que a partir de esta primera parte podamos elucidar algunos vectores para entender nuestra actividad docente en el contexto presente sin diluir la responsabilidad, ni tampoco evadir algunas verdades incómodas.
Empezamos entonces con un primer atributo requerido del docente en este contexto. El principio de honestidad que surge de una toma de conciencia derivada de ser testigos de que sus métodos de enseñanza están caducos; es decir, experimentan un abismo o un pesado silencio en la comunicación entre docentes y estudiantes, pero lo niegan. Por esto, ser sinceros consigo mismos, ser honesto es un principio fundamental.
Uno como docente sabe cuándo aquello que hacías ya no funciona, entrar al aula y darse cuenta de que los estudiantes no harán caso ni pondrán esfuerzo son señales silenciosas de la vivencia de estar fallando y, que al extremo conduce al abandono de la labor: “De dos en dos hasta las dos”. Entonces parece que la honestidad tiene que ver primero con no hacerse tonto uno mismo. Siendo, como es, una petición de principio muy alta, la fecha de caducidad una vez identificada, es rápidamente negada. ¿Cuánto tiempo es posible sostener esta negación? No mucho tiempo, pero entonces se transita por la delgada cuerda de la mentira para uno y el engaño para los demás.
Entonces, una vez más nos instalamos en la coyuntura de pasar de la comodidad que otorga la negación, a la conciencia de percibir en su horizonte la necesidad de actualizarse, de capacitarse. Y pasar a hacer suyas las demandas de la profesión: demandas en Métodos, en habilidades de recursos digitales, de otro idioma, de dejar de ser protagónico o el centro del discurso; pensar quiénes son ahora los estudiantes para reconocer en esa enorme diversidad, ¿cuáles son sus capacidades y talentos? Y no sólo pre-juzgarlos por lo que ya no son o deberían ser; para señalar sus debilidades. Debido fundamentalmente a que el estudiantado ya es de otras generaciones cada día más distantes y complejas, la conciencia y la honestidad frente al propio ser del docente es requerimiento para no mentirse.
Frente a estas demandas, también surgen condiciones estructurales de nuestras trayectorias, por un lado, ¿cómo decidieron o no ser docentes?, ¿quiénes fueron sus profesores?, ¿a cuál generación corresponde?, ¿qué país había?, ¿cómo fueron formados o formateados?, ¿de acuerdo a cuáles modelos pedagógicos o modas?; normalmente importadas del exterior y adaptadas y traicionadas en nuestras prácticas. En este primer plano, observamos las diversas formas en que estas trayectorias perviven hasta el presente. En otro plano existe un concepto anglosajón que no tiene una traducción apropiada y que se refiere a la literacidad académica; mal traducida como alfabetización académica. Las literacidades en tanto son modelos del hacer y del deber ser docente (honestidad, conciencia, atender demandas, actualizarse, etcétera), implican correspondencias entre docentes y estudiantes. Digamos que a cada moda o modelo de ser docente se corresponde la formación de un estudiantado cuyos atributos de realizaciones académicas materiales (cumplir con los trabajos, pulcritud, seguimiento preciso de instrucciones, puntualidad y un largo etcétera) brindan una doble satisfacción en dicha correspondencia de deseos satisfechos por enseñantes y aprendices. Pero esto también tiene fecha de caducidad. Debido a la acumulación de estudiantes que quedan fuera de esta correspondencia en cada grupo, generación o semestre; y “vaya usted a saber en dónde tienen la cabeza”. Y su fecha de caducidad ha sido desmantelada brutalmente, no sólo por sucesivas reformas incoherentes y de difícil destilación. La literacidad académica convencional, aquella que hacía de la figura central del docente, el modelo de profesional a imitar; sólo es válida para aquellos estudiantes que se imantan de la profesión docente. Siendo cada vez menos las matrículas de aspirantes a la profesión docente. No sólo la marca del sistema que promulga que esa profesión ya no es requisito para ser profesional de la enseñanza, sino, sobre todo, la desautorización que los modelos docentes caducos y sus literacidades concomitantes señalan ahora la frontera del simulacro y el engaño. Dejaremos para una segunda parte la discusión sobre este tema.

*Doctor en Ciencias. Profesor-Investigador Centro Universitario de Los Lagos. [email protected]
**Doctora en Didáctica de las Matemáticas. Profesora-Investigadora del CUCBA de la UdeG. [email protected]

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