Incendios
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
El pasado siete de enero, en la zona de la ciudad de Los Ángeles, California, comenzó una serie de incendios de proporciones rara vez vistas en la historia de este tipo de desastres. Casi siete mil hectáreas han sido consumidas por el fuego y las compañías de seguros afirman que los pagos a quienes contaban con coberturas ascenderán a cerca de cuarenta mil millones de dólares. La cuantificación de los daños totales no ha sido estimada aún, pues en el momento de redactar este texto los incendios siguen activos. Casi treinta personas han perdido la vida y muchos de los cadáveres no han sido identificados todavía. Cerca de veinte personas se han reportado desaparecidas y 130 mil pobladores han sido evacuados. La flora de la región también ha sido afectada y ésta incluye, además de las mascotas relativamente comunes entre los humanos del área incendiada, a la fauna silvestre que incluye felinos, osos, conejos, aves.
El hecho de que se den incendios no es una novedad en la historia de la humanidad. Accidentales, provocados, deseados o con consecuencias no anticipadas, los incendios son parte de muchas de las historias de las ciudades y hasta hay quienes han aprovechado para reinaugurar, rediseñar esas urbes o para desplazar a sus poblaciones y vender o reservar para la posteridad las zonas de las conflagraciones. Uno de los incendios más famosos de la historia es el que muchos señalan como provocado por el emperador Nerón en el año 64 después de Cristo. Mientras Roma ardía, Nerón (Nerón Claudio César Augusto Germánico , 37-68) tocaba la lira, según alguna versión, aunque según otra tocaba la cítara. Ante la desgracia, cuentan otras crónicas, también los músicos del buque Titanic tocaban mientras esta embarcación “imposible de hundir” se hundía, el 15 de abril de 1912, en las heladas aguas del Atlántico.
Hay otros incendios famosos, como el de la ciudad de San Francisco, 600 kilómetros al norte de Los Ángeles, el 18 de abril de 1906, cuando un terremoto rompió las tuberías de gas y desató varios incendios que acabaron con cerca de treinta mil edificios. En septiembre de 2024, en el norte de Portugal se reportaron más de cien incendios, afectando a quince mil kilómetros cuadrados. Ya en 1990, catorce mil incendios en ese país afectaron 45 mil hectáreas. En nuestro entorno tapatío, muchos recordamos los incendios de los mercados Libertad (conocido como “San Juan de Dios”) y Corona en los años 2022 y 2014, respectivamente. En ese 2014, hubo quien pintó a Enrique Alfaro, el gobernador en turno, con una lira en la mano mientras observaba el incendio del mercado, edificio que rápidamente fue reconstruido. Provocados o no, con cobertura de aseguradoras o no, las conflagraciones nos dejan algunas lecciones que van más allá de la consabida advertencia de que “quien juega con fuego acaba por quemarse”, que se aplica literal y figuradamente a las conductas de riesgo.
En 2024, una escuela que contaba con dormitorios se incendió en Kenia, Incendio en escuela deja 17 muertos, imposible reconocerlos y, además de muertos, dejó un saldo de varias decenas de estudiantes desaparecidos y otros más, se reportaron como lesionados. Las lecciones que dejan estos desastres han dado lugar a protocolos para evitar que el fuego se extienda, el uso de materiales no inflamables o que, al menos, retarden el fuego, el diseño de estrategias para evacuar a las poblaciones afectadas y, seguramente, a las capacitaciones de valuadores que puedan estimar las pérdidas de manera que se compense adecuadamente a los afectados, ya sea por parte de los gobiernos o de las compañías aseguradoras. Los bosques, las ciudades, las granjas, los depósitos de materiales, las escuelas, las industrias, los templos, pueden ser “pasto de las llamas” tanto como pueden serlo de las habladurías. Que el incendio fue provocado, que se consulte a los expertos para evitar que esto se queme, que se consulte a los expertos para apagar donde ya se incendia, que se castigue a los culpables o a los irresponsables que no pusieron cuidado al construir o al establecerse o al permitir que alguna fuente potencial de incendios se instalara en las cercanías.
Las discusiones y las previsiones siempre tendrán implicaciones en el tiempo mucho más largas de lo que duran los incendios, por más que nos parezca que nunca se les asfixiará ni se logrará agotar el oxígeno que alimenta esas llamas. Como se ve por el caso del incendio de San Francisco en 1906, es frecuente que los desastres se tornen más complejos, pues no siempre se derivan de una sola causa ni se expresan de un único modo. Habrá que pensar cómo establecer culturas de la previsión desde los hogares, las escuelas, las instituciones, los lugares de trabajo. No sólo para evitar los fuegos, sino prever otros desastres y desgracias; además de anticipar, evitar o reducir los daños materiales y a las personas y otros seres vivos, cómo tratar los impactos que se generan en lo material, en los mercados de insumos y en los servicios que los habitantes de esos lugares dejarán de prestar por estar ocupados en reparar los daños.
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. [email protected]