El relevo
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
¿Cuántas horas al día, cuántos días, durante cuántos años y cuántas décadas ha de trabajar un docente? ¿Qué tan sensato es trabajar muchos años durante largas y detallosas horas en la enseñanza, la preparación de clases, la lectura, la observación y la promoción de las actividades de los estudiantes en el aula?
¿Cuántos años nos añade de vida mental activa nuestra actividad como profesores? ¿Cuánto nos deterioramos en las tareas y los desafíos periódicos y a veces extraordinarios que nos plantea la educación?
¿Cuántos años de experiencia se requieren para que nos consideren especialistas en educación o expertos en nuestras materias?
Las preguntas vienen a cuento no porque nos interese ampliar la letra de la canción de Bob Dylan (“How many roads must a man walk down, before they call him a man?, et sic de caeteris), sino porque, tanto al principio de nuestras carreras como profesores, sino continuamente a lo largo de ella y, principalmente cuando nos planteamos el finalizar nuestra actividad en las aulas, queremos estar seguros:
•Primero, de nuestra capacidad y de nuestras debilidades para cumplir con las tareas de la enseñanza y como promotores del aprendizaje propio y de otras personas;
•Segundo, de que no somos un lastre y un aburrimiento constante para los estudiantes y los colegas, y que en cambio seguimos en posibilidad de generar retos de aprendizaje para los demás.
Finalmente, de que no estorbemos la posibilidad de que mejores docentes ocupen nuestros lugares y realicen con mayor entusiasmo, enjundia, erudición y sabiduría.
La realidad es que como profesores es imposible mantenernos al día en todas las tecnologías y en todas las materias asociadas con nuestra disciplina. Por eso tendemos a especializarnos en áreas limitadas del conocimiento. En las que podemos llegar a ser muy buenos… hasta que llegan nuevas ideas, nuevos hallazgos, nuevas formas de hacer las cosas, nuevas tecnologías para aprenderlas y nuevas actividades para estimular el aprendizaje de temas, autores, habilidades, desafíos que quizá no se habían planteado cuando estudiamos y que logramos aprender… hasta cierto momento de nuestros acumulados años de experiencia y de vida.
De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿durante cuántos años es sensato postergar que las nuevas generaciones tomen cabalmente las riendas de la educación? Y, ya metidos en los terrenos de los “clásicos” como Dylan, cabría parafrasear al padre de Mafalda, el de Joaquín Lavado (Quino), cuando plantea la disyuntiva entre “los mismos ancianos de siempre” y los “improvisados en las funciones”. ¿Dejamos que los novatos comiencen a adquirir experiencia o retiramos a los expertos cuando ya sus aportaciones son bastante marginales? ¿Qué entren las nuevas generaciones y nos retiramos? ¿O seguimos aportando para impulsar a los jóvenes a aprender para más tarde mejor enseñar?
*Profesor del departamento de sociología del CUCSH de la UdeG. [email protected]