El cuerpo y la ciudad

 In Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

 

En el libro que compila el intercambio epistolar entre Carlo María Martini (obispo de Milán, 1927-2012) y Umberto Eco (semiólogo y novelista, 1932-2016), ¿En qué creen los que no creen?, publicado en 2007, Eco señala que quienes no comparten un credo religioso pueden, en cambio, recurrir al respeto del cuerpo como un principio para la convivencia. Más allá de las normas morales basadas en creencias de la existencia de voluntades divinas capaces de premiar o castigar las acciones humanas, este principio de respeto a la integridad del cuerpo ajeno remite a una ética laica. Así: “Debemos respetar antes que nada los derechos de la corporalidad del otro, entre los cuales está el derecho de hablar y pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habríamos llegado a la destrucción de los inocentes, de los cristianos en el circo, a la noche de San Bartolomé, a la hoguera para los herejes, a los campos de exterminio, a la censura, a los niños en las minas y a las violaciones en Bosnia”. Los ejemplos que señala Umberto Eco son unos cuantos de los muchos suscitados en la historia.

La insistencia en que nuestro cuerpo no es un objeto separado de nosotros como seres pensantes y capaces de emociones y proyectos lleva al reconocimiento de que los seres vivos no pueden considerarse como simples productos de consumo. Nuestros cuerpos encarnan (embody, en inglés) nuestra historia y nuestros proyectos. Podemos intuir la disciplina, los abusos, los desgastes, las cicatrices, las marcas, los usos, los alcances a los que las personas someten a sus cuerpos cuando los vemos en movimiento o en reposo. Y son los cuerpos los que permiten la interacción de nuestras conciencias y proyectos con el medio ambiente. En el ámbito urbano estamos expuestos a una mayor cantidad de interacciones con los cuerpos de otras personas y, aunque hemos aprendido a seguir algunas normas establecidas para la convivencia y para reducir los conflictos y los encontronazos, como circular por determinado lado de las calles, ceder el paso a personas y objetos con determinadas características, no siempre tenemos éxito.

En nuestro cuerpo manifestamos nuestras preferencias, nuestras fobias, nuestras aficiones, nuestra clase social e incluso nuestra cultura y muchos de nuestros hábitos. Nuestras disposiciones, a las cuales se refiere el sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002) como habitus, se aprenden por medio del cuerpo (Habitus – Wikipedia, la enciclopedia libre). Así, inCORPOramos los esquemas que sirven para producir y reproducir las prácticas adecuadas a la situación. No sólo es en la interacción explícita en el hogar, en el aula, en las interacciones comunicativas mediadas por el lenguaje verbal, sino también en las interacciones en las que recurrimos al lenguaje corporal, en donde aprendemos y practicamos los usos que resultarán adecuados o no para cada situación.

Gradualmente aprendemos a movernos en los distintos espacios en los que realizamos nuestras actividades. Y ganamos acceso a otros lugares y contextos con la edad, que suponemos asociada a los aprendizajes necesarios para la actuación y la interacción en situaciones más complejas y más plenas de detalles. La ciudad es uno de esos espacios complejos que nos remite a la constante cavilación respecto a cómo respetar los derechos corporales de las demás personas y, al mismo tiempo, a vigilar que se respeten y se consideren nuestros derechos frente a los demás cuerpos. Vinculamos con lenguajes verbales o corporales nuestras acciones y agradecemos o reclamamos cuando no se respeta nuestro cuerpo, vinculado a nuestra existencia misma. Cuando “arriesgamos el pellejo” que está adosado al resto de nuestras carnes, huesos y cartílagos, estamos exponiendo también nuestras emociones, nuestra conciencia y nuestros proyectos posibles.

Hace algunas semanas, la psicóloga Tracy Walsh, ante el anuncio de la quiebra de la cadena de restaurantes Hooters, comentaba que ése y otros breastaurants (en referencia a los pechos/pechugas) cumplían una función de esparcimiento al mostrar e insinuar los cuerpos de las mujeres que trabajan en ellos, más allá de la alimentación y dotación de energía al cuerpo (https://theconversation.com/with-hooters-on-the-verge-of-bankruptcy-a-psychologist-reflects-on-her-time-spent-studying-the-servers-who-work-there-251217). Por su parte, Peter Rothpletz relata cómo ese mismo restaurante en crisis había representado una especie de refugio o santuario para los hombres gays, al menos en Estados Unidos (https://www.nytimes.com/2025/03/23/opinion/hooters-gay-family.html?smid=nytcore-android-share). A partir de la intención de exponer a los varones de los que sus padres o abuelos sospechaban alguna tendencia homosexual, o como una experiencia de “porno suave”, las empleadas de estos restaurantes comenzaron a mostrar empatía por aquellos adolescentes que eran llevados como una alternativa que podría considerarse una “terapia de conversión con aderezo para ensalada”. De algún modo, podríamos tomar este espacio como un ejemplo de lugar seguro ante los acosos de quienes hacen padecer a otros su homofobia en contextos urbanos que suelen estar llenos de riesgos para la integridad corporal.

En años recientes hemos aprendido que las ciudades, ya sea en nuestro país o en otras latitudes, no son oasis de protección, sino que también pueden ser fuente de estrés y de riesgos para nuestra integridad corporal. A los sicarios que atacan a determinados “objetivos” poco suele importarles que estén presentes los cuerpos de otras personas. En otros casos, los cuerpos mismos son objeto de “levantones” en algunas ciudades o zonas “calientes” de éstas. Más allá de las estrategias que ejercemos para proteger nuestros cuerpos con ropa y calzado adecuados para los climas de esas ciudades, hemos tenido que aprender también a utilizar vestimentas y accesorios que ayuden a hacer nuestros cuerpos menos visibles. Irónicamente, las personas desaparecidas han sido percibidas primero como cuerpos deseables para otras personas que los utilizarán para fines a los que difícilmente accederán por voluntad propia. El tráfico de personas para que sus cuerpos sean utilizados para la prostitución o para delitos se asocia cada vez más con la dinámica de determinadas ciudades en varios puntos del planeta.

Lo que ha llevado a concebir refugios y santuarios en la ciudad para resguardarse de las policías que buscan personas deportables, de los grupos de delincuentes que buscan personas explotables, de los delincuentes comunes que buscan cuerpos vulnerables para despojarlos de sus pertenencias. Desafortunadamente, en algunas ocasiones, los espacios que se concibieron como seguros para escapar del frío, del calor, de las miradas, de los acosos varios, en ocasiones se han convertido en escenarios de ataques de parte de quienes comparten o de quienes acceden a esos espacios. Los templos, las aulas y las escuelas, los parques, las calles, las banquetas, los centros comerciales y mercados barriales, concebidos como refugios del mundanal caos y estrés, en ocasiones han sido ocasión de levantones, accidentes, agresiones y balaceras.

 

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com

Showing 2 comments
  • Ricardo Romo Torres

    Rodolfo, muy buena reflexión en torno al vínculo cuerpo / ciudad.
    Te comparto algunos complementos a tu análisis. Saludos cordiales.

    David Le Breton y Judith Butler analizan el cuerpo como un territorio de significación política y social. Para Le Breton, el cuerpo no es un mero objeto biológico, sino una construcción simbólica que encarna historias, marcas y resistencias (Antropología del cuerpo y modernidad, 2002). Butler, por su parte, lo entiende como un espacio performativo, donde se negocian identidades y normas sociales (Cuerpos que importan, 1993).

    La ciudad también es el lugar donde el cuerpo se vuelve vulnerable: desde los “levantones” hasta el tráfico de personas, la corporalidad es mercantilizada o borrada. Los refugios —templos, escuelas, parques—, pensados como santuarios, a menudo replican las violencias que buscan evitar. Aquí, la propuesta de Butler sobre la precariedad resulta clave: reconocer que todos estamos expuestos a la violencia es el primer paso para exigir políticas de protección colectiva.

    En última instancia, el respeto al cuerpo (ajeno y propio) implica entenderlo no como un contenedor pasivo, sino como un lugar de agencia, donde se disputan derechos, memorias y futuros posibles. La ciudad, en su caos, nos obliga a repensar cómo habitamos estos cuerpos frágiles y, a la vez, con capacidad de resistencia.

  • Martin Linares Ramos

    Un lujo doble: leer el análisis del Dr. Morán y el comentario a propósito de Ricardo Romo. Hacen de un tema que pudiera parecer banal, un objeto de reflexiones que mueven nuestra conciencia, o inconsciencia, social.

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