Cuando la evaluación es un síntoma (más) de desconfianza hacia los docentes

 en Enric Prats Gil

Enric Prats*

No nos cansaremos de insistir en nuestra convicción de que la evaluación es una herramienta de mejora. Ahora, que por estas latitudes, estamos a final de curso y en plena época de exámenes finales y tutorías para revisar evaluaciones de estudiantes, nos volvemos a percatar de la parte más dura del acto educativo, el que suele traducirse en una calificación sobre qué se aprendió y que dictamina acerca del futuro del discente. También la evaluación es una prueba para los docentes, ver (http://www.enricprats.net/2015/06/en-tiempos-de-examenes-una-prueba.html), porque nos devuelve lo bien o mal que hemos hecho nuestra tarea durante el curso. Ante el fracaso de los alumnos, la primera pregunta del docente debe dirigirse a sí mismo. La evaluación sirve para aprender.
La efectividad de los recursos invertidos en educación debe ser revisada constantemente, no solo con esa intención de pasar cuentas, sino porque eso genera confianza a todos los niveles de la comunidad educativa y de la sociedad. Pero bajo la égida de la evaluación se esconden otras muchas intenciones, no siempre honestas ni tampoco demasiado claras. Cierto es que el dinero público, el de todas y todos los que contribuyen al erario colectivo, debe ser tratado con el máximo rigor y transparencia, pero eso no debe traducirse en un mecanismo para depurar lo que no funciona, todavía menos cuando nos referimos a puestos de trabajo relativos a un campo tan sensible como es la educación.
Las noticias que llegan de muchos países donde se están utilizando las evaluaciones de desempeño docente con la única intención de eliminar los elementos “indeseables” no generan precisamente confianza en la comunidad educativa. La evaluación del docente debe convertirse en una sana rutina para mejorar el sistema, siempre que se oriente precisamente a eso, a la mejora del conjunto, lo que incluye a la mejora del docente. Ante una evaluación no satisfactoria, la primera medida nunca puede ser el despido del docente; antes que eso tenemos otras muchas medidas, como el reforzamiento de la formación necesaria cuando se ha demostrado, con evidencias palmarias, que su desempeño no es el esperado, o el acompañamiento o tutoría con docentes más experimentados para revisar sus prácticas, o la derivación provisional hacia tareas de apoyo para profundizar en lo que necesite.
Y, por supuesto, esa evaluación del docente no debe alejarse de lo que se espera de un docente en el siglo XXI, mucho más allá de responder a un cuestionario cerrado de preguntas absurdas que nada tienen que ver con la educación de hoy. Hay que observar al docente en su aula, ver como se relaciona con los alumnos, analizar su vinculación y compromiso con el proyecto institucional y sus lazos profesionales con otros colegas, y su implicación con las familias y con la comunidad. Todo lo que no encaje en este marco es síntoma de desconfianza.
Quizás los promotores de estas políticas ciegas de evaluación docente deberían también ser motivo de evaluación. El sistema público de educación todavía tiene pendiente una evaluación de sus administradores, técnicos, expertos y, sobre todo, sus responsables políticos. La educación de niños y niñas lo reclama.

*Profesor de Pedagogía Internacional, Universidad de Barcelona. [email protected]

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