¿Caballo o vaca?
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Hay un breve cuento que hace mofa de la toma de decisiones de género en las parejas. Un hombre pasa por las casas rurales y ofrece de regalo una vaca si es la mujer la que toma las decisiones o un caballo si es el hombre quien decide lo que sucede en ese hogar. Pregunta a un campesino que está sentado a la vera del camino, muy cerca de una choza: “¿en su casa quién toma las decisiones, usted o su esposa?”. “Yo decido”, contesta el campesino. “Muy bien, ¿de qué color quiere el caballo que le regalaré? ¿Blanco o negro?”. El campesino voltea hacia la choza y grita: “María: ¿caballo blanco o negro?”. “Negro”, se oye una voz femenina desde dentro de la choza. El hombre que repartía los animales replica: “de acuerdo, una vaca negra para este hogar”.
En cierto modo, el cuento refleja un hallazgo de quienes se ocupan de los programas de desarrollo en zonas rurales. Según David Mosse, en Cultivating Development (2005: 63, 85), aun cuando es frecuente que las mujeres expresen intereses masculinos frente a quienes ejecutan las políticas públicas, éstas suelen expresar visiones que resuelvan en el corto plazo el hambre y otras necesidades de la familia. Por su parte, los hombres, preocupados por su status y prestigio y por las herramientas de trabajo, suelen optar por cultivos que pueden enfatizar el cultivo de variedades agrícolas más rentables en el mercado o que tarden más tiempo en ser productivas.
Estas diferencias de género reflejan diferentes prioridades en la enseñanza para niñas y niños. También muestra, en muchos casos, las especialidades a las que tienen acceso unos u otros. Es poco frecuente que los niños participen en talleres de cocina, costura o danza, mientras que es muy raro que las niñas participen en cursos de mecánica, jueguen futbol en vez de voleibol o inviten a salir a sus compañeros varones.
Esas tradiciones, que exaltan distintas esferas de actuación de hombres y mujeres desde temprana edad, son vistas como “lógicas” o “naturales”. Se espera que, al crecer, sean los hombres los proveedores del hogar y las mujeres las encargadas de cocinar lo producido en el campo o lo que se pueda adquirir con el dinero que llevan los varones al hogar. Lo que deriva, todavía en generaciones actuales, en que las mujeres consideren que su papel es depender de los ingresos masculinos y vean con naturalidad que las tareas domésticas no sean remuneradas. Mientras que los hombres consideren que esa obligación de trabajar fuera del hogar constituye un derecho a evitar las tareas domésticas y a controlar el cuerpo de la mujer dentro y fuera del hogar.
Esa lógica de tener la vaca para proporcionar leche el día de hoy o de tener el caballo para trasladarse a trabajos lejanos del hogar parece excluir tareas compartidas. Y en buena medida niega la realidad de los hogares: no sólo trabajan hombres y mujeres para sostenerlos y administrar los recursos, sino que suele acatarse un conjunto de normas reproducidas por la escuela y por muchas otras agencias sociales, desde la familia, las iglesias y la tradición, hasta los lugares de trabajo, las reglas de vestir, las convenciones para el establecimiento de parejas, las reglas que permiten el acceso a determinados beneficios y no a otros a determinado género.
Esta dependencia femenina de las decisiones masculinas y la burla que se hace de los hombres que dialogan lo que ha de suceder en su hogar, reproducen un sistema del que la escuela no está exenta. Nociones como el amor romántico, la expectativa de muchas mujeres de encontrar al príncipe azul que las mantenga fuera del ámbito laboral, las diferencias en la seguridad social, la caballerosidad y la feminidad, por más ideales que parezcan, encubren una serie de estructuras de discriminación que asocia a unas y a otros con tareas específicas y delimitadas de una vez y para siempre.
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. [email protected]