El frío en Guadalajara
Jorge Valencia*
Sentir frío parece un insulto a nuestra idiosincrasia. Para un país cuyo turismo se fundamenta en la calidez de sus playas, besuqueadas por dos océanos tropicales, ponerse suéter pareciera una traición a la Patria.
El frío en México es una condición psicológica y generacional. Sólo parecen reconocerlo las personas mayores y los locos. Los frentes fríos son invitados incómodos para quienes nadie está preparado. Los abrigos se consumen sin usar en los armarios y las bufandas tejidas por la abuela abultan sin utilidad los cajones. Al punto que cuando se usan, parecieran extraídos de la misma tienda de segunda mano. Todos huelen a lo mismo.
Aunque casi siempre la nieve y vestimenta de Santa Claus son un exceso entre nosotros, hay inviernos cuya crudeza pareciera ser reiterativa. Quienes estuvimos aquí, recordamos la nevada del 97 en Guadalajara. Lo repetido no es sorpresivo. No obstante, los vericuetos de la mente humana consiguen convencernos de que vivimos en una ciudad en permanente verano. O tal vez las opiniones de los zacatecanos avecindados aquí influyan nuestra percepción: qué frío ni qué nada.
Los bronquios son el mejor indicador de la intensidad del frío. Cuando la bronquitis es el diagnóstico más recurrente de los hospitales, algo nos dice que nuestro termómetro colectivo debe ajustarse. Los albergues, cuando se habilitan, sirven como salón de juegos para los familiares de los empleados del DIF. Para ellos y los indigentes trasladados mediante labores de redada policial. Si en Cuernavaca la primavera adquirió la cualidad de eterna, en Guadalajara el frío cumple el cometido de un asiduo invitado, como un tío enfadoso o una monserga inevitable.
En nuestra cultura, lo que no ocurre todos los días no existe. Los ríos de temporal se pavimentan; la migración de los insectos se resuelve con DDT, el caos vial post-vacacional se desprecia con la contundente recomendación oficial: regrésese antes. No tenemos la costumbre de la prevención; en nosotros todo es correctivo. Lo solucionamos con el omnisciente alambrito y una maldición recurrente: “pinche país”.
Ajeno a opiniones y preferencias (“a mí me gusta más el frío”, declaran algunos), el temporal se presenta con una secuela de gripes y neumonías. Como siempre, los más vulnerables son quienes carecen de una chamarra suficiente. Siendo un lujo esporádico, el abrigo sólo se presenta cuando no resulta primordial: o porque debajo de esta prenda la mayoría usa siete suéteres o porque la temperatura alcanzó los 25 grados centígrados.
Aunque el tapatío promedio se niegue a postergar las bermudas y los huarachitos, esta navidad exhibiremos la nariz roja de Rodolfo, el reno más carismático y menos previsor.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]