Humanos derechos

 en Jorge Valencia

Jorge Valencia*

En México, exigir los derechos significa mentarle la madre a alguien.
En el país de las guerras floridas, la tolerancia y cortesía son debilidades que se consideran perniciosas. “¡Qué me ves, güey!” es el mantra para alejar a los espíritus malignos.
Para un mexicano promedio, los derechos fundamentales son concesiones para burlar la ley, para sacar un amparo (somos los inventores del amparo) contra el pago de la tenencia del coche o para justificar que los niños no asistan a la escuela porque se fueron de vacaciones a Chimulco y exigen que sus maestros les pongan 10. Los derechos se traducen como el permiso para hacer lo que nos venga en gana.
Aquí, las diferencias ideológicas se arreglan a balazos. Los puntos de vista distintos son lloriqueos de mariquitas. En tierra de hombres, sólo Juan Gabriel admite la excepción (y nunca frente a Vicente Fernández).
La conciencia de macho es endémica. Herencia del tzompantli decorativo de las iglesias, las cabezas enemigas argumentan la posesión de una plaza. Nadie discute tal contundencia.
La fe penetra en tierra yerma. Los curas y los futbolistas son líderes de opinión. Aunque nadie los escucha, sólo los poetas dicen la verdad. Televisa advierte el fracaso del melodrama sobre un escenario trágico: superamos al fin la cursilería y atravesamos la era de la desgracia, merecida por la culpa del destino. Si los escucháramos, los poetas ofrecerían un repertorio inmejorable de elegías.
Los niños más sobresalientes aprenden a dar patadas de karate, ganchos al hígado y escupitajos de larga distancia. Los talleres vespertinos de las escuelas privadas ofrecen educación paramilitar y grupos apostólicos. Pegar y dar limosna es el fundamento de la educación laica. Además, los niños aprenden a jugar futbol.
Las normas son una sugerencia para el buen comportamiento en un baile de disfraces donde El Santo es el prototipo. Sólo él puede derretir a los zombis, desterrar a Drácula y todavía tener tiempo para ligarse a Lorena Velázquez. En términos de justicia, vivimos en la tierra del “hágalo Ud. mismo”. Todo depende de un tío adecuado, un favor añejo o un tiro de gracia. Lástima que El Santo pertenezca a la ficción. No tenemos rumbo. Nuestra mala educación no nos ayuda a sostener plataformas sociales donde todos resultemos beneficiados. Si por los políticos fuera, volveríamos al sistema de las haciendas del porfiriato: las tiendas de raya y la esclavitud disfrazada. Las tarjetas de crédito resultan un buen ejemplo. Paradójicamente, lo único que nos previene del desorden absoluto es nuestra inclusión en la inercia internacional. Gracias a eso, un delincuente aprehendido in fraganti puede gozar de libertad porque el judicial no le leyó sus derechos.
Celebramos el Día de Muertos para recordarnos que sólo sobreviven los más vivos. Los audaces. Los que fingen mejor lo que no son y adaptan adecuadamente sus convicciones a una conveniencia efímera.
Rulfo lo describió bien: Comala es un pueblo de suspiros olvidados. Todos somos Pedro Páramo.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • Nicandro Gabriel Tavares Córdova

    De Excelencia, mi estimado Académico Jorge Alberto Valencia.

  • verónica vázquez-escalante

    Un artículo muy expresivo y si, así como se enseñan los derechos, no debemos olvidar enseñar las obligaciones; el primero debería exigir al segundo. Felicidades

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