Ventanas
Jorge Valencia*
Esencialmente, las ventanas sirven para asomarse desde adentro sin necesidad de salir. Fueron muy útiles durante la época de los castillos y las fortalezas. Evitaban el riesgo de bajar el puente levadizo para averiguar quién tocaba. En esos casos, las ventanas eran mínimas; del tamaño preciso para caber un ojo.
Las ventanas fueron altas y estrechas hasta el vidrio. El vidrio permitió ventanas generosas. Ventanas de ida y vuelta que sirvieron lo mismo para mirar de adentro hacia afuera que al revés. El voyerismo debe su prestigio erótico a esta invitación sutil. Alfred Hitchcok marcó el temperamento de las ventanas en las sociedades contemporáneas a partir de 1954. “La ventana indiscreta” conquistó el adjetivo y otorgó una voluntad prosopopéyica de la que ya nunca podrán desprenderse las ventanas. Las personas no miran a través de las ventanas; son las ventanas las que provocan el transcurso de los ojos.
El mensaje de una ventana es “no necesito salir para saber qué ocurre afuera”. Las más atrevidas ofrecen lo contrario, como lo demuestran las casas de cristal. En esos casos, se trata de casas-ventana, diseñadas para mirar lo que los inquilinos cometen. A nadie interesa una monstruosidad semejante: ventana que no especifica un ángulo minucioso, sólo invita al fastidio y el desinterés.
Más allá de esas rarezas, las ventanas fueron hechas para mirar y para permitir el paso de la intemperie: de la luz y del aire, del sonido y los olores. Una buena ventana trasluce el mundo que la circunda y es un puente para las cosas. Por una ventana entran los pájaros y las arañas lo mismo que el granizo y las cenizas de un volcán (en caso de que se viva bajo esa tragedia latente). Un ratero clásico utiliza la ventana como pasadizo. Las más prestigiadas sirven para el hurto de una novia enamorada: Romeo y Julieta demuestran que sólo a través de una ventana es posible el verdadero amor.
La inseguridad de nuestros días obliga el paliativo de los barrotes (paliativo porque el cinismo del hampa permuta el anonimato por la fuerza y la amenaza, aún con inútiles barrotes). Aunque se trate de herrería artesanal, con garigoles y ademanes refinados, siempre demerita la esplendidez de una ventana para convertirla en jaula. Una persona detrás de una ventana con barrotes es siempre una persona infamada. Lesionada en su libertad y limitada al tranco de un animal menor, nunca de un elefante, de un dragón o de una nave interplanetaria. Todo es posible con una ventana suficiente.
Las ventanas con celosías, muy comunes en la década de 1970, son ventanas oprimidas por una moda y una condición; contradicen su naturaleza intrínseca: la de continuar la casa hacia la calle, la montaña, el océano, Marte…
Una cortina mal puesta es un insulto para la ventana que la contiene. Sólo permite el ingreso de fealdades. En cambio, cuando es tenue y sencilla, sirve de pasaporte para la bondad. Admite la añoranza y los suspiros. Un perro detrás de una ventana es una aparición que reconcilia el día y lo separa en antes y después de esa imagen, como lo la dicha. Tiene el poder del encanto. Razón de más si no están los amos: el perro los espera con fidelidad canónica (ese perfil debiera aparecer en el reverso de las monedas; dotaría de poesía a la posesión).
Las ventanas son máquinas del tiempo, hechas para viajar del presente al pasado al futuro… Basta asomarse para saber quién cobrará una deuda o cuándo volvimos a casa, con la felicidad de renovar el origen: la mujer que espera a contraluz, el perro que menea su lealtad, el aroma a tierra llovida que entra como un vendaval.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]
Excelente artículo, escrito con la calidad de un literato de la estatura del Académico Jorge Alberto Valencia. Afortunadamente su aguda observación de las ventanas, no le permitió incluir a las ventanas de Paty Chapoy, Pedrito Solá y compañía, gracias a Dios.