De rituales, escuelas y el fin de la maldad

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

“En la parusía”, afirmaba una maestra, “se acabarán todos los males”. “¿También la escuela, maestra?”, preguntó sincera y esperanzadamente un estudiante. Esa promesa de una segunda llegada al mundo de los mortales de un Dios encarnado, como creen los fieles de la iglesia de Roma, ya no le resultó tan atractiva al chamaco cuando la maestra aclaró: “la escuela no es un mal, sino una oportunidad de aprender”.
Desafortundamente, la escuela sigue siendo, para muchos estudiantes, una secuencia de torturas, penitencias, castigos, esperas, desesperanzas, nerviosismos, temores… en definitiva, un verdadero “valle de lágrimas” para los pecadores que caen en las equivocaciones y en los errores gramaticales, matemáticos, de memoria o de protocolo. En parte, ese sufrimiento que parece casi eterno, como la amenaza del infierno para muchos creyentes en los poderes divinos, se agrava por los rituales a los que se ven sometidos: largas filas para entrar o salir, mortificaciones del cuerpo a la espera del recreo, de los descansos o del momento adecuado para comer, tomar agua o lo contrario.
Entre los rituales que más dramáticos se antojan, por dar paso a la generación de egresados e incluso de graduados y posgraduados, están los exámenes de grado, los exámenes semestrales o los del último año escolar. Se sabe de algunos casos de sustentantes de exámenes de grado que, al enterarse de que sus jurados les adjudicaron una calificación reprobatoria atentaron contra su vida in situ, o de plano, anticipando el jucio de los sinodales, acabaron con su vida académica y terrenal poco antes de la hora o fecha programada para el examen final. En términos religiosos, acabaron por acelerar, en su caso, sus preparativos para el momento del juicio final.
En muchas de nuestras instituciones de educación superior siguen vigentes estos rituales en los que los sustentantes pasan varios meses o años en su investigación y en la redacción de un informe final, para luego presentarse ante ceñudos y supuestamente sabihondos sinodales que les ayudarán a transitar a la vida profesional. En otras, principalmente en instituciones fuera de México, se sabe que los aspirantes a los grados y especialidades pasan esos mismos meses o años en su investigación y redacción pero se ahorran el rito final de ser examinados oralmente y sólo reciben un veredicto en el sentido de que el documento queda aprobado o es susceptible de mejoras que se convierten en requisito para que se entregue el título o diploma al nuevo graduado.
En el extremo inicial de los estudios profesionales, suelen establecerse algunos otros ritos. Muchos de ellos asociados ciertamente con ser parte de largas filas, de ser entrevistados, de hacerse lucir como aptos para la honrosa profesión, pasar filtros, conseguir puntajes en exámenes menos o más rigurosos y luego pasar por una carrera de obstáculos menos o más ritualistas a lo largo de los grados y requisitos a cumplir. A veces, algunos disfrutamos y aprendemos de las exposiciones escritas y orales de los aspirantes a profesionistas. A veces, sobre todo esos aspirantes a profesionistas anticipan tal sufrimiento en ese último ritual previo a la titulación y a la práctica profesional, muchos estudiantes postergan investigar, escribir o realizar los trámites para programar la tortura final de los ceños fruncidos o las manos extendidas para dar la bienvenida a los nuevos profesionistas que fueron capaces de pasar las pruebas escolares previas, anticipando las pruebas que luego se les presentarán en la vida profesional futura, supuestamente más real, menos maquillada y mejor recompensada. Quizá no menos malvada, pero ciertamente menos angustiante que los rituales acartonados de buena parte de la formalidad escolar…

*Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. [email protected]

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