Libero arbitrio

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

 

¿Qué tanto podemos dejar en manos de cada individuo la toma de las decisiones que afectan su aprendizaje, su salud, sus proyectos de futuro, sus relaciones sociales y sexoafectivas? En algunos casos de porfiada actitud de rebeldía, quienes observan a los voluntariosos se limitan a desentenderse de quienes no responden a los intentos de disuadirles de comportamientos insensatos: “pues tú sabrás”. Expresión que algunas veces se sustituye con un “haz lo que te dé la gana, entonces”. De algún modo, antecede en horas, días o meses a la expresión “te lo dije”. En todo caso, estas expresiones son síntoma de desacuerdos entre quienes actúan y quienes advierten de las posibles consecuencias nocivas de esas acciones. Cuando menos, son advertencias que se lanzan antes de realizar determinadas acciones de las que se expresan posibles fatalidades. Cuantimás si los insensatos se muestran tenaces en su inclinación a lograr su propia desventura. Hay múltiples situaciones en las que quienes nos observan advierten lo que nosotros no hemos notado. Nos aconsejan e intentan disuadirnos, pero también es frecuente que actuemos exactamente como nos dé la gana y no como marcan los reglamentos, los estatutos, las leyes o, cuando menos, la sensatez.

Así, recurrimos a decisiones voluntariosas y caprichosas en situaciones en las que nos disponemos a entrar en una relación de pareja, de amistad, de sociedad empresarial, de inversión, al escoger un oficio inspirados por la pasión, al relacionarnos con algunas personas, ingerir determinados alimentos, incluso al seguir determinados tratamientos para recuperar o mejorar la salud o la apariencia. A pesar de los esfuerzos por regular con prescripciones escritas o, al menos, transmitidas de boca a boca, y a pesar de que los humanos han diseñado aparatos de aplicación y vigilancia de las normas y aparatos superiores para asegurar que quienes aplican las leyes las apliquen como corresponde, hasta el grado de sacar a colación argumentos supra humanos como “Dios te ve”, que implican que algún ser más iracundo, justiciero y poderoso puede echar mano de castigos y premios a quienes se guían por los berrinches del momento.

¿Podemos promover el libre albedrío y no realizar esfuerzos por impedir determinados comportamientos que consideramos peligrosos o nocivos? ¿O cabe prohibir, limitar y castigar? ¿Y si de nuestras acciones se derivare un perjuicio para nosotros mismos y para otros humanos, en ese momento y en tiempos futuros?

En su libro De libero arbitrio (escrito entre 387 y 395), Agustín de Hipona (354-430) afirma que el mal “si no me engaño, tiene su origen, según las razones aducidas, en el libre albedrío de la voluntad”; (…) líneas antes, señala: “conviene ahora considerar con atención si el obrar mal no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos, de los cuales goza la mente por sí misma y por sí misma percibe, y que no puede perder si los ama; y en procurar, por el contrario, como cosa grande y admirable, los bienes temporales, que se gozan por el cuerpo, la parte más vil del hombre, y que nunca podemos tener como seguros” Una porción de esa obra se encuentra aquí: (https://www.augustinus.it/spagnolo/libero_arbitrio/index2.htm). En otros términos, Agustín de Hipona plantea un dilema que los humanos enfrentamos con gran frecuencia: optar por el camino de resultados inmediatos o hacerlo por el que ofrece resultados más duraderos.

Al decidir por una alternativa de actuación, es raro que calculemos o podamos conocer siquiera las consecuencias no esperadas, no deseadas, no anticipadas de determinadas acciones, políticas, diseños o enseñanzas. A veces ni siquiera estamos muy conscientes exactamente de las opciones que se nos presentan. Resalta el mismo Agustín de Hipona: “es claro que de las mismas cosas unos hacen buen uso y otros malo; como también lo es que quien hace mal uso, de tal modo las ama y se compromete con ellas, que queda sometido a las cosas que precisamente debían estarle a él sometidas; mira ya como un bien para sí las cosas a cuya ordenación y buen uso él debiera contribuir”.

La discusión entre el libre albedrío y el determinismo: (https://www.youtube.com/watch?v=ATI5Jp2jrgg) tiende a plantéarsenos repetidamente en los diálogos que sostenemos con otras personas: ¿se hará lo que yo quiero o necesito o se cumplirá lo que determina un poder superior, sea divino y omnipotente o uno social más acotado?

Resulta que hay quien propone que cada quien decida si se droga para disfrutar momentáneamente y morir lenta o súbitamente, se suicida de manera instantánea o toma durante años bebidas azucaradas, el transporte público o el tren que algún día acabará con la vida de varios pasajeros a la vez. Si hace ejercicio, si se levanta cada mañana para ir a trabajar o a la escuela. En cambio, hay quien propone que es necesario establecer orden (y seguridad) y optar por establecer constricciones a las decisiones posibles de cada individuo o grupo, aun cuando las acciones individuales podrían no tener consecuencias para los demás. En algunas instancias sabemos que sí las tiene, aunque sea como precedente jurídico. Si a determinada persona se le ha permitido o prohibido determinada acción, entonces también la norma podría aplicarse a otras personas que se encuentren en condiciones similares. En términos más concretos para la educación: ¿qué pasa si no llegan los estudiantes a los cursos, si no hay consecuencias positivas por asistir a la escuela o negativas por no aprender o por no presentarse a las actividades concertadas? Sin normas que superen las libres voluntades individuales de quienes se han comprometido con determinados reglamentos, efectivamente las posibilidades de lograr acuerdos resultan azarosas. Que cada quien haga lo que le dé la gana, como señalan quienes dicen poner en manos de los consumidores la decisión de si tomar una bebida azucarada o prefieren algún otro líquido más saludable (https://www.youtube.com/watch?v=drNnyghVWQ4) y dejar a las “leyes del mercado” la asistencia a los cursos y la acreditación de los aprendizajes quizá ampliaría las posibilidades creativas, aunque reduciría la certidumbre respecto a qué es lo que se aprendería en cada curso.

Así, las alternativas entre estudiar o no estudiar, discutir en las sesiones o no, debatir o no, se ven matizadas por normativas que intentan acotar las “ganas” (buenas o malas) de los participantes. Así, ante las propuestas de educación (o de relaciones sexoafectivas) de carácter abierto, se plantea la pregunta ¿es posible ir a la escuela a aprender sin programas, sin graduación, sin constreñimientos? (¿O es posible afirmar que se está en una relación si ésta es tan abierta que hace agua en cualquier instante?).

La cuestión del libre albedrío que se discute ya desde hace unos cuantos siglos nos plantea en la actualidad todavía preguntas del tenor: ¿cómo estimular un mayor aprendizaje y promover que los estudiantes tengan acceso flexible a diferentes áreas de aprendizaje? ¿Cómo promover mayores habilidades y capacidades en los estudiantes sin constreñirlos a lo que “debe” ser su disciplina de estudio y asegurar la comprensión interdisciplinaria? ¿Deben los estudiantes elegir entre opciones y luego ceñirse a seguirlas o deben expresar sus deseos y necesidades ante programas y expectativas profesionales diseñadas en otros tiempos? ¿Cada quien decide o sus opciones de saber y de enterarse de otras posibles realidades dependen también de un contexto limitado?

¿Es posible recopilar TODA la información asociada con acciones similares emprendidas en el pasado? ¿Cómo saber las consecuencias que ha tenido un determinado plan de estudios al que los estudiantes no han integrado insumos a partir de lo que ellos quisieran aprender?

El problema del libre albedrío en las instituciones educativas se ha replantado también por el camino de la economía y de la alimentación. Así, por ejemplo, la prohibición de venta de dulces y carbohidratos en las instituciones educativas: (https://www.eluniversal.com.mx/opinion/javier-tejado-donde/el-gobierno-quiere-matar-al-osito-bimbo/) ha despertado en otros ámbitos la cuestión más amplia del consumo de sustancias enervantes a partir del libre albedrío de los usuarios-consumidores-promotores-vendedores. ¿Pueden y deben las autoridades escolares y quienes participan en las situaciones educativas regular lo que se puede comer y beber dentro de las escuelas? ¿Que cada quien ingiera lo que le dé la gana, para asegurar que haya trabajadores y empresas que puedan sobrevivir a costa de los placeres (breves y momentáneos) de los consumidores?

En un pasaje de The Righteous Mind. Why Good People are Divided by Politics and Religion (2012), Jonathan Haidt afirma “si comúnmente se piensa que dios ha creado el mundo y lo aliñó para nuestro beneficio, entonces el libre mercado (y su mano invisible) es un candidato bastante bueno para ser un dios. Comenzamos así a entender por qué los libertarios a veces tienen una fe cuasi-religiosa en los libres mercados” (p. 354). El dilema se presenta no sólo para los productos que pueden resultar nocivos para la salud en el largo plazo pero que también cumplen el propósito de dar la sensación de saciedad por unos momentos, sino para los planes de estudio que se pueden proponer. ¿Hay quien desea estudiar una profesión de prestigio pero que realmente no tiene salidas a un mercado de trabajo? ¿Se pueden generar criterios para establecer nuevas áreas de estudio y orientar el ingreso a determinadas carreras (o cursos) o las deberíamos dejar a la libre elección de los posibles clientes? ¿Hay determinadas capacidades de los estudiantes que estaríamos desperdiciando al dejarlos optar por la disciplina que les apasione o deberíamos apasionarlos por las disciplinas que resultan necesarias para la sociedad? De todos modos, ya lo sabemos a partir de las opciones políticas y religiosas: habrá quienes sean pertinaces y quienes sean tildados de necios por sus elecciones, por más que a otros les parecerá que las alternativas resultan más racionales y menos caprichosas. La discusión continuará per saecula saeculorum, pues seguiremos ignorantes de una gran cantidad de información que haría más acertadas nuestras decisiones en el corto y el largo plazo. Además de que lo voluntariosos y antojadizos no es cosa que a los humanos se nos vaya a quitar ni con los golpes de la experiencia (propia o ajena).

Para una discusión más detallada desde la perspectiva de una filósofa profesional, recomiendo el texto de Guadalupe Márquez Domínguez “Nota crítica sobre el libre albedrío en De Libero Arbitrio, Liber II de San Agustín. Revista Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida. Año 8, julio-diciembre 2016, número 16 (aquí: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6509932). Esta autora señala: “Debemos esforzarnos por formar una voluntad recta lo más apegada a la razón y más separada de la ignorancia posible”.

 

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. [email protected]

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