Todos iremos al infierno
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Alguna vez mi abuela paterna comenzó a reconvenir a mi padre por la “mala educación” que daba a sus hijos, pues él nos permitía dudar de la exactitud de datos bíblicos como la edad de algunos de los personajes, en contextos en que los detalles eran tantos que no debíamos dudar: “A los seiscientos años de la vida de Noé, en el mes segundo, el día 17 del mes…” (el ejemplo más amplio está en Génesis 11-23). Aun cuando habría que confirmar si hay alguien que crea literalmente los relatos y datos de los libros sagrados, cabría pensar que hay muchas personas que se inclinan por no creer todos los detalles a la letra. “Te vas a ir al infierno con tus hijos. La educación de tus hijos es responsabilidad tuya”. A lo que mi padre contestó, sonriente. “Me da gusto que tú también irás con nosotros, pues mi educación fue responsabilidad tuya”. Mi abuela solía preocuparse y luego renunciar a ese tipo de discusiones, sabedora de que no convencería a mi padre de que la gente no debía leer la Biblia e interpretarla según “Dios le diera a entender”.
En esa cadena de responsabilidades, todos los progenitores y todos los docentes quedamos expuestos por contribuir a las lagunas, errores e inexactitudes de lo que hemos (intentado) enseñar a otras personas. Seríamos culpables por contribuir al aprendizaje, por métodos tradicionales, novedosos o alternativos, de cualquier habilidad, perspectiva o estrategia de planteamiento y resolución de problemas. Recuerdo a mi abuela cuando, en el taller de titulación de la licenciatura, me encuentro con estudiantes que estuvieron en mi curso de expresión oral y escrita y observo que no siguen las convenciones del español y académicas para plantear sus problemas de investigación o para redactar sus reportes de hallazgos. “Me iré al infierno con todos ellos”, suelo pensar y recuerdo mi frustración por no haber ido todavía a la cercana basílica de Zapopan a agradecer el milagro de que todos los estudiantes de algún periodo hayan realizado todas las lecturas y resuelto correctamente todos los ejercicios asignados en clase.
Hace algunos meses se suscitó un caso de un niño en una escuela estadounidense cuyos padres fueron citados a hablar con los directivos y docentes. Tras haber sido reconvenido por molestar a compañeros, el niño permaneció en la escuela y al volver al salón, sacó un arma con la que balaceó a la maestra y algunos niños. La demanda legal posterior incluía a los padres por no haber revisado la mochila al dejar al niño en la escuela, además de permitir que el niño accediera al arma en la casa de sus padres. Probablemente habría alguna responsabilidad adicional en los funcionarios de la escuela por no revisar, o hacer revisar la mochila en donde el menor llevaba el arma. En todo caso, estas instancias remiten al grado de culpabilidad y de responsabilidad que tenemos los adultos/docentes en la educación y comportamiento de nuestros descendientes y estudiantes. En buena medida, las creencias y hábitos que transmitimos a las nuevas generaciones están relacionadas con lo que nosotros consideramos correcto, aunque en muchos casos también están relacionadas con lo que hacemos y que, no siempre, tenemos la intención de que imiten nuestros hijos.
Hay situaciones en las que somos orgullosos beneficiarios de los elogios que reciben nuestros hijos o nuestros estudiantes por sus logros. Aunque en otras ocasiones puede suceder que nos dé vergüenza no haber contribuido adecuadamente a fijar determinados hábitos. Como progenitores, mostramos nuestro orgullo por los hijos que son afables y sociables, de vocabularios y modales acordes a la sana convivencia. Como docentes, nos mostramos orgullosos de haber contribuido a que los estudiantes culminen sus estudios gracias y a pesar de nuestras aportaciones. Les hemos comunicado nuestras opiniones, les hemos señalado lo que consideramos los “caminos correctos” y luego los vemos desempeñar esos hábitos y oficios en contextos para los que creemos ayudamos a prepararlos.
Creemos transmitir a las nuevas generaciones las mejores prácticas, en especial cuando las contrastamos con algunas de las estrategias con las que no estuvimos de acuerdo cuando nosotros éramos jóvenes aprendices. A veces por imitación, a veces por reacción, nuestras prácticas contrastan con las de generaciones previas. Si no estábamos de acuerdo con las estrategias de determinados ancestros o docentes, es probable que las erradiquemos de nuestro repertorio. Por ejemplo, dejamos de repartir castigos, comparaciones o halagos que consideramos injustos, pero imitamos estrategias que, en algún momento, consideramos adecuados a las situaciones e involucrados. La verdad es que resulta difícil saber en qué medida cada uno de los ancestros y docentes hemos contribuido a formar a las nuevas generaciones. Cada quien, en nuestro campo, tenemos una responsabilidad para lograr que los aprendices sean capaces de comprender y ejercer las habilidades que consideramos básicas o avanzadas de las asignaturas y disciplinas que impartimos. Quizá pensar que nos iremos al infierno con todos aquellos a quienes no transmitimos adecuadamente el espíritu de la disciplina, por más que a veces sintamos que estamos en el cielo gracias a los logros de los estudiantes que han pasado por nuestros cursos.
*Doctor en ciencias sociales. Departamento de sociología de la Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com