¿Decisión burocrática o pedagógica?
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Seremos monotemáticos durante varios meses. Seguiremos debatiendo esta contingencia sanitaria durante muchos meses y años más. Varias generaciones quedarán marcadas por esta pandemia. Cada una de nuestras actividades, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias, de nuestras filiaciones e identidades, se ve atravesada por una situación inédita. Aun cuando la humanidad había pasado por pandemias de importancia, quienes estamos vivos no las habíamos padecido de tal magnitud ni habíamos contado antes con tanta información y tantas hipótesis para explicarla o para tratar a los enfermos y a los posibles contagiados (básicamente, la humanidad entera, aunque con diferentes grados de riesgo). Hemos aprendido y hemos tenido que cuestionar lo que sabíamos antes de su inicio.
Varias decisiones de las autoridades se han basado en algunas de las hipótesis de las causas y los manejos del virus que nos acecha en cualquier lugar y a cualquier hora en que haya otra persona cerca de nuestras mucosas. El campo de la educación se ha visto directamente afectado porque aprendemos unos de otros y para eso solemos acercarnos a otras personas. Para enseñar y para aprender cómo expresar afecto, para mostrar los elementos básicos de la comunicación y de diversos idiomas y lenguajes, para ejemplificar el uso de tecnologías que después nos permitirán relacionarnos en ausencia.
A pesar de las tecnologías lanzadas en el siglo XX y de las distopías que las señalan como un mal necesario, capaces de ser usadas para controlar o para liberar, seguimos (y muchos preferimos) vinculados a procesos que requieren la presencia de otros seres humanos. Que nos sirvan de modelo, que nos enseñen los atajos, que nos ayuden a controlar nuestros cuerpos (o nuestras lenguas, al menos), que nos retroalimenten respecto a los resultados posibles y deseables.
Por otra parte, en la escuela se ha dado un proceso de certificación de los aprendizajes, vinculado con la formalización de las enseñanzas. La educación formal ha afinado la idea de racionalizar los procesos pedagógicos y señalar estadios, etapas, secuencias, separaciones entre disciplinas, certificados que van y vienen, que comunican que los portadores, interesados o aludidos manejan determinadas habilidades y serían capaces de determinadas acciones a partir de que determinada organización, club de expertos o institución así lo señala. Ese proceso conlleva un crecimiento de las burocracias para administrar racionalmente (según la expresión de Max Weber) esas certificaciones. Para controlar que los docentes estén presentes en las aulas, que revisen los avances en el aprendizaje de los estudiantes y a la vez dar seguimiento a los estudiantes: que sean registrados, evaluados constantemente, que se les vea en las aulas y que produzcan evidencias de que los cursos en los que interactúan con docentes y estudiantes han dejado una huella relativamente perenne en sus formas de actuar.
Esa necesidad de racionalizar, que ha llevado a una creciente burocracia que señala, con documentos, títulos, certificados, quiénes están capacitados y certificados como expertos (o al menos como iniciados o aprendices legítimos) de determinadas disciplinas y especialidades, que establece gradaciones en los aprendido y autoriza las graduaciones, suele estar tan metida en certificar los procesos de enseñanza y aprendizaje que se muestra como indispensable. Ya no es el aprendizaje lo importante, sino la certificación. De ahí decisiones como las de distintos sistemas educativos en el planeta en el contexto de la pandemia. No solo se cerraron muy pronto las escuelas, por razones sanitarias: en las escuelas hay enormes probabilidades de contagio, sino que ahora la decisión es “no perjudicar” a los estudiantes y “ayudarles” a certificar los aprendizajes que, en muchos casos sí, pero en muchos otros no, pudieron continuarse en línea, a través de interacciones facilitadas por tecnologías antes no disponibles para la educación.
Esa racionalidad burocrática de “ahorrar problemas” a los estudiantes derivará en dos frases que aparecen en tiempos de crisis de la educación. Por un lado, los estudiantes estarán en capacidad de quejarse: “ni aprendimos nada” y tenemos acreditado el curso. Por el otro, los docentes no estamos en condiciones de apoyar cabalmente los aprendizajes y tendremos que levantar las manos al cielo y simplemente resignarnos con un “lo damos por visto”. Consecuencias pedagógicas no esperadas de la pandemia, que la racionalidad burocrática intenta resolver con poner promedios de calificaciones para acreditar aprendizajes, en vez de enfrentar los rezagos a los que nos hemos visto obligados por la necesidad de guardar distancia física en medio de esta crisis mundial.
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. [email protected]
Pues ojalá se decidan por lo más conveniente para toda la sociedad pues todos somos parte de ella ! Por lo pronto en casa debemos reforzar los valores para que no sea tiempo perdido.
Calidad o cantidad, esa es la cuestión