Un enorme privilegio

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

“Es premio, no castigo”, le decía una mamá a su hija frente al edificio de pre-escolar. Mientras la niña lloraba, la madre intentaba persuadirla de que se trataba de algo bueno. Quizá la niña no estaba muy convencida con eso de que había que salir de casa tempranito por la mañana, separarse de la mamá y del resto de la familia por un buen rato, peinarse y acicalarse, en vez de estar más tiempo en su camita calientita y mullida. Mientras la madre hacía su mejor esfuerzo por mostrar que los otros niños iban con gusto a esa escuela, que representa el inicio, para muchos, de una larga vida en las aulas y los patios de recreo, la hija se esforzaba también por demostrarle que la idea no acababa de convencerla.
Cada ciclo escolar, tanto estudiantes como docentes tenemos que recordar nuestra convicción y creencia de que la escuela es una buena idea si queremos aprender de manera sistemática, si pensamos que la escolaridad es un impulso a la movilidad social y una manera de abrirnos oportunidades en el campo del trabajo. No siempre estamos convencidos y hay quien plantea la pregunta “¿otra vez?” con cara de escepticismo.
Quienes tenemos el privilegio de impartir cursos en los primeros grados de licenciatura, alcanzamos a atisbar que quienes llegan por primera vez a una escuela muestran al menos la curiosidad de qué irá a pasar en esa nueva etapa. Una serie de sesiones que van después de lo que muchos creían sería un rito de paso tan definitivo que no se les ocurría que pudiera haber mayores transformaciones. Sin embargo, quienes hemos visto transitar a esos jóvenes recién egresados del bachillerato hasta convertirse en adultos recién egresados de los posgrados, hemos podido constatar que no sólo se han convertido en personas relativamente más sensatas, sino también capaces de aplicar los conocimientos que fueron articulando desde la edad de la niña que lloraba frente al jardín de niños no muy convencida de que estar peinada tan temprano y tan lejos de su camita tuviera un sentido.
En nuestro país, el porcentaje de la población que ha cursado estudios universitarios alcanza el 16%, lo que significa que todavía son muy pocos los que lograr TERMINAR ese nivel. Y lo que implica, además, que quienes dedicamos nuestros esfuerzos como docentes en el nivel superior trabajamos con una población reducida, que ha logrado superar varios años de estudios y cuya probabilidad de titularse ha alcanzado, en años recientes, el 23% (informe de la OCDE, 2013). En todo caso, quienes cursan el nivel superior no sólo son parte de un grupo privilegiado, sino que nos ofrecen a los docentes un reto que resulta muy específico y que demanda una actualización y dedicación constantes. Mientras que en los niveles básicos los estudiantes quizá no alcanzan a ver la diferencia entre el deber y el privilegio, en los niveles superiores es probable que quienes asisten a cursos se den cuenta de que son pocas las oportunidades que tendrán de asistir a cursos tan especializantes y profesionalizantes y, que por haber escogido su área de trabajo profesional tienen, a la vez, el deber de exigir que sus profesores sean al menos tan estimulantes como fueron sus profesores en los niveles anteriores.

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. rmoranq@gmail.com

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