Rareza profesional

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El maestro es una rareza profesional condenada al exilio. En un mundo donde las garantías individuales hallan una magnificencia mediática (los descabezados ya no son noticia, pero sí los niños que sufren “bullying”, -el “bullying” es un ministerio al que a los ojos de los padres de familia sus hijos nunca escapan-), los especialistas de la educación deben confrontar sus convicciones contra el riesgo de una demanda.
También los estudiantes tienen derecho a optar por la ignorancia bajo una ley que contradictoriamente obliga a lo contrario.
Por lo tanto, el maestro ejerce su vocación en medio de una cacería de fuego cruzado donde las escopetas las apuntan los padres de familia, los patrones cuando se trata de una escuela privada (o los directivos y jefes), los periodistas que buscan la nota que les garantice el empleo y los morbosos que de todo opinan.
Deben estar dotados de recursos, dicen los que no saben. Los que sí saben, exigen calidad académica bajo pruebas de popularidad de clientes que no entienden las preguntas que formula un instrumento: “¿tu maestro llega temprano?” Nunca si el maestro es exigente. “¿Tu maestro genera experiencias que te ayudan a aprender?” Siempre si el maestro es popular. Parece que no se puede todo. La simpatía no garantiza los aprendizajes, como demuestran los hijos adolescentes que maldicen las reglas de sus padres cuando no les gustan. Si por ellos –los estudiantes– fuera no debería haber escuelas: las cosas deberían aprenderse a través de videojuegos, en centros comerciales, desde los ejercicios de la vagancia.
Aprender (y enseñar) duele si obliga el replanteamiento de los paradigmas. Pero ¿qué aprendizaje no lo obliga? La cultura humana es una lucha permanente contra lo natural. No hay razones para que exista el lenguaje. Ni las catedrales. Ni los aeroplanos. Nuestra evolución es el resultado de un esfuerzo prodigioso para someternos a nosotros mismos y a las leyes físicas.

Falta concertación. Falta vocación. Falta supervisión de los padres.

Que México ocupe los deshonrosos últimos lugares del mundo en educación significa que nadie tiene claro el rumbo. Lo fácil es platicar de las Chivas en clase de Matemáticas, mandar a los niños a las escuelas como se manda a bañar a una mascota y convertir a las aulas en Disneylandia. La felicidad goza de un alcance inmediato.
La escuela para padres tiene una sola materia: los maestros tienen la culpa. Los maestros por su parte han bajado los brazos: es mejor hacer concesiones y no meterse en problemas. Y las escuelas prefieren niños contentos, aunque nunca aprendan lo fundamental: sentarse y callarse como punto de partida.
Hace falta que definamos qué entendemos por Educación. Qué es el Hombre. Y cuál es el futuro que queremos.
De lo contrario, el maestro seguirá siendo la nana. El sujeto de los apodos. El raro. El que cobra un salario para justificar los fracasos.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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