Quinto piso

 en Jorge Valencia

Jorge Valencia*

Si en la poesía gardeliana veinte años no es nada, cincuenta es dos nadas y media. La mitad de un siglo significa poco para los procesos evolutivos de la civilización (la Edad Media duró mil años), pero demasiado para una sola vida humana.
Se trata de 18,250 amaneceres con sus respectivas noches (suficientes para presumirse “perito en lunas”, como previó el poeta Miguel Hernández), 50 navidades (con el mismo número de regalos, todos ellos olvidados), 12 bisiestos… Son 436,800 horas vividas, de las cuales una tercera parte fueron horas de sueño y otra tercera parte, horas laborales o de educación. Sólo el resto, dedicado a ser quien alguien es a los 50. Eso sin contar las horas de comida y aseo. 50,000 horas para leer y escribir; ver cine, pintar un mono, observarse la chuecura de los dedos de los pies, verse al espejo como queriendo reconocer a otro.
50 años significa haber enterrado a casi todos los abuelos (la mayoría de las veces, a todos), varios amigos, tal vez a una suegra. Haber sido contemporáneo a 12 Mundiales (la memoria sólo registra desde Argentina 78); ver a Pelé de blanco en el Cosmos y a Maradona de azul en el Nápoles. Los dos con el 10. A Hugo en Madrid… Y la eliminación de la selección mexicana en todas sus participaciones.
Quienes pertenecemos a la discutida generación “X”, crecimos bajo el binomio del capitalismo-comunismo al que hoy sólo Cuba se aferra. Muchas de las capitales que aprendimos en la escuela, hoy son la anécdota de una baja calificación o de una pronunciación deficiente. Presenciamos la caída del Muro de Berlín no a bombazos, como supusimos, sino a patadas. Varios de esos ladrillos, desinfectados y retocados, hoy adornan las oficinas de los banqueros alemanes como esculturas ejemplificativas de la necedad humana.
El que tiene 50 ha sido partícipe de la evolución tecnológica. El “smartphone” puede almacenar más enciclopedias de las consultadas, toda la pornografía, la historia, la poesía del Siglo de Oro y el relato de todas las guerras. La ignorancia colectiva y los temores de varias generaciones se ven reflejadas en un aparato que no almacena nada: sólo sirve de puente entre el lector y al archivo al que denominamos “servidor”. Nunca fue más evidente que el conocimiento no está en ninguna parte. En la cabeza de alguien. No en el “enter” de ningún aparato sino en la habilidad para conectar una cosa con la otra. Seguimos igual que al principio, cuando los abuelos contaban lo que sabían a sus nietos.
En México, fuimos educados por maestros de pelo largo que oían a los Beatles y a Camilo Sesto. Que defendían la memoria del 2 de Octubre y las Misas en latín. Gente que combinó la terlenka y los cigarros sin filtro, la educación en la libertad con el silencio absoluto de sus pupilos. Los “baby boomers” del trópico. Los seguidores de los Ángeles Negros que compraban su ropa interior en Maxi y en Hemuda. Los que no se perdían a Los Polivoces y criticaban a Jacobo Zabludowsky. Por esos…
Tener 50 significa esperar la inminencia del desenlace. Aferrarse el pasado para explicar la identidad; apelar a la buena memoria. La enfermedad benévola. Las arrugas resignadas. La amistad cercana de la gastritis y el colesterol.
Entre temblores y vértigo, el quinto piso distorsiona el espejo. Tal vez defina mejor lo que rebota. O tal vez no. Sólo se trata de un número. Cincuenta años no es nada, febril la mirada, errante en la sombra… Es un número y ya.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

Comentarios
  • verónica vázquez-escalante

    Ahhh que gran alivio, excelente escrito y muy de acuerdo además, sé de lo que habla ¿por qué será?

  • Nicandro Tavares Córdova

    Hermosa evocación, bien informada, con sentido del humor y muy bien escrita. Felicidades Jorge Alberto Valencia.

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