Pelo

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El pelo es una de las últimas evidencias de nuestra bestialidad. Tiene que ver con la adaptación a las condiciones climáticas con las que nuestros antepasados conquistaron la intemperie. Tal vez para proteger la temperatura de lo más preciado que tenemos, el cerebro, la cabeza humana resolvió una estrategia capilar a prueba de deslaves. A diferencia de los simios y otros animales, nuestros pelos son largos y delgados y, salvo la inmiscusión infortunada de la alopecia, nunca dejan de crecer. Su extensión alcanza el capricho del peluquero, la influencia de las modas y el prejuicio de la higiene. Inquilinos mal venidos a los que el jabón repele, los piojos gustan de tan sabroso ecosistema.
El pelo ha sido el símbolo indiscutible de la cultura que lo peina. Los Luises de Francia optaron por los postizos y las pelucas tal vez para no cederle la atención que se merece: debajo de sus rizadas imposturas se evidenciaba la inmundicia de una sociedad polarizada y decadente. Los romanos fueron los primeros que la historia nos refiere asépticos a base de tijeras, mientras que los egipcios se rapaban y simulaban cabelleras monumentales hechas de crines y otras confabulaciones.
Quizá nadie represente mejor la libertad de los “hippies”, cuya irreverencia los llevó a dirimir diferencias genéricas y socioeconómicas con melenas hirsutas, enemigas de afeites y brevedades.
En algún sitio arcano los diseñadores del pelo deciden tamaños, formas y texturas que difunden entre los adoradores del presente a ultranza. Los futbolistas argentinos ya no se distinguen de los yuppies de Wall Street. Por sí mismo, el cabello cada vez describe menos diferencia ni individualidad. Demuestra épocas, pero no convicciones. Hasta los hijos de familia presumen mohicanas en Misa.
Obstante, exhibe el tamaño de la pulcritud y de los hábitos personales. Hay quien alardea el “almohadazo” sin remordimiento o el tratamiento de L’Oreal recién sometido, el corte de salón o la mordida de burro auto infligida. El rape se justifica para quienes fraguan una enemistad médica con los pelos. Al menos los propios.
Tiene conducta genética. Se hereda la cantidad, el color, la ondulación y la resistencia. La herencia europea tiende a la especulación mientras la indígena, a la esplendidez y grosura. A través del pelo podemos suponer también el origen de una persona.
Además de todas sus calamidades, la pandemia obliga una lectura de los otros a través de sus greñas. El Zoom revela a los practicantes del baño diurno, a quienes tienen la destreza en las artes del “estilismo” y a quienes la reunión laboral los sorprende sin una manita de gato.
Largo o corto, chino o lacio, rubio o negro o cano, el pelo demuestra quiénes queremos –a veces, sólo lo que podemos– ser. Nuestro cabello es una cesión de nosotros para los demás. Tanto o más que el aroma; tanto o menos que nuestra mirada. Es un mensaje tácito. Una aspiración cifrada. Un rastro de identidad (aún la concedida).

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

Escriba su búsqueda y presione ENTER para buscar