Nuestro estado natural

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

En realidad no es misterio alguno. Ya Thomas Hobbes (1588-1679) lo había hecho explícito: el estado natural de los humanos que viven en vecindad unos de otros no es la paz, sino la guerra. El conflicto en pareja, con los parientes, con los compañeros de trabajo o de escuela, con los que se nos parecen y con los que son distintos, es cosa de todos los días. Gozamos tener de qué quejarnos y sufrimos cuando vemos gozar a los demás. Los conflictos y las guerras son de distintos tamaños, escalas y alcances temporales y geográficos.
Las recientes guerras de Siria y de Ucrania han dado pie a la reflexión acerca de cuánto han perdido los niños inmersos en esos contextos al dejar de funcionar las escuelas y las prácticas formales de educación. No sólo ha habido enormes cifras de muertes de civiles, sino que muchos niños y niñas están sufriendo las consecuencias de la interrupción de sus aprendizajes. Las guerras, que han sido una constante en la vida de la humanidad, son factores de gran peso en el deterioro de las trayectorias de formación de jóvenes y adultos. Los daños se extienden a edificios y recursos, y no sólo para el personal militar. Por citar un ejemplo de la magnitud de los daños, el psicólogo James Hillman (1926-2011) en su libro A terrible Love of War (2004) señala que en Okinawa, la cantidad de soldados estadounidenses muertos ascendió a 7,613, mientras que la cantidad de soldados que reportaron problemas psicológicos por ese pasaje de la guerra llegó a 26,211. Es decir, los sacrificios ofrecidos al dios Marte (dios de la guerra latino) no se limitan a la destrucción de los combatientes, sino a la destrucción de quienes sobreviven, sean civiles o militares.
En su “breve” y famosa novela La Guerra y la Paz, León Tolstoi (1828-1910) relata cómo el príncipe Andrés Bolkonsky se representaba la batalla como la ocasión de demostrar todo cuanto le era posible hacer. Este personaje afirma: “no es culpa mía si pretendo conseguir la gloria, si ambiciono alcanzar la celebridad, hacerme amar de los hombres… todo lo daría por un minuto de gloria, de triunfo, de amor de parte de esos hombres a quienes ni siquiera conozco y que jamás conoceré”. Esa infatuación, que algunos personajes de la novela generalizan incluso a la figura del emperador, remite a la idea de la gran vanidad de las guerras y de los sentimientos patrióticos en los que se educa a buena parte de la humanidad.
Más de 62 millones de personas murieron en las guerras del siglo XX y muchas más han sido afectadas por esas pérdidas, por ese sufrimiento y por la incertidumbre ante la posibilidad del dolor y la muerte. Aun así, esa “normalidad” de la guerra se convierte en algo tan habitual que los niños han de seguir aprendiendo en condiciones bélicas. Hillman resalta que los sentimientos de solidaridad entre los que sufren se acentúan en esos momentos de dificultad y que, de alguna manera, la paz acaba convirtiéndose en tiempo y espacios de contraste con la guerra. Después de la Segunda Guerra Mundial, la cantidad de conflictos internacionales y de guerras civiles ha seguido aumentando y varios de ellos se han prolongado por décadas.
Así como la salud se define como ausencia de enfermedad, la paz acaba definiéndose como ausencia de guerra… en espacios y tiempos muy reducidos.
Saber que el estado natural de la humanidad es la guerra y el conflicto no nos ha ayudado a encontrar formas “artificiales” de salvar las vidas humanas, de atender a los aprendizajes formales e informales, pues los gobiernos han insistido, en países belicosos o no, en que parte de la educación de sus jóvenes, adultos y ancianos consiste en promover el patriotismo y en identificar (o crear) enemigos. Defender heróicamente y matar a los miembros de otros ejércitos o de sus poblaciones civiles se enseñan con la misma naturalidad que aprender a leer y escribir. Sean batallas pírricas o con porras o cachiporras o contra párrocos y parroquianos, es el enemigo (principalmente el construido por la imaginación y los discursos) quien se constituye en comadrona de la guerra, según Hillman.
De defenderse frente al enemigo, o de atacarlo antes de que se le ocurra “profanar con sus plantas” lo que consideramos nuestro suelo, es el discurso y la práctica de la eterna devoción al agresivo, impetuoso y vengativo dios Ares de la mitología griega. Paradójicamente, resulta que si la humanidad no está en guerra no se siente en paz. Aunque extermine individuos y sociedades, idiomas y culturas, herencias y proyectos. Y a esas devociones “marciales” (según el término de la tradición latina) contribuyen en gran medida nuestras escuelas con sus discursos de discriminación y patriotismo.

*Doctor en ciencias sociales. Departamento de sociología de la Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com

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