Muerte

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Lo lamentable de la muerte está en que le ocurra a un ser querido. A alguien con quien estamos ligados mediante un pacto de vida: un cónyuge, un padre, un amigo entrañable.
Significa que no volveremos a estar con esa persona. Nunca. Siempre hay un reproche que hacer y un pendiente que no quedó resuelto.
La muerte consiste en una ausencia que no podrá ser restituida por nadie, con nada. Y en una reconstrucción interminable del vínculo. Una explicación vital de cada escena que confluye en un cáncer, un accidente, una muerte repentina. Somos como nos vamos.
Hay quienes tienen tiempo y sangre fría para hacer un testamento. Hay quienes anuncian el día y apagan la luz. Pero hay otros a quienes la muerte les sorprende sin merecerlo y sin dejar instructivo para los deudos. Éstas son peores. El asombro se funde con la tristeza. Hay que recoger el cepillo de dientes todavía húmedo, la ropa usada ayer, el vaso de agua a medio terminar, la cita del martes con el peluquero… Morirse es dejar las cosas a medias: una familia incompleta, una casa sin trapear, una maceta sin riego. La llave del grifo, la puerta del coche, la celosía de la ventana abiertas.
La muerte es tibia y cruel en todas sus formas. Llega como una visita inesperada. Con una lluvia repentina y un apagón.
Nunca estamos listos para decir adiós. Siempre faltó un beso. Concluir una discusión, menear el azúcar de una taza de café.
Caminamos con una sombra, con un aroma, con una blusa sin doblar sobre la silla de noche. La persona que se va nunca estuvo tan detallada, tan natural, tan cotidiana que no alcanza para la reflexión, para la caricia espontánea ni la argumentación del afecto. Sólo al ausentarse podemos dimensionar su importancia.
Entonces, también morimos un poco. A veces, más de la cuenta. Ya no seremos el hijo de alguien, el marido ni el amigo más que de una historia cumplida. Un libro con la palabra “fin”, una película donde aún transcurren los créditos.
Hace falta tiempo. Esperar a que pasen las lluvias. El invierno y el frío y la vida cotidiana. La oficina. El claxon de un tráfico habitual. La mensualidad de una tarjeta… Una vida sin él o sin ella. Que las cosas vuelvan al piso y nos acostumbremos a la tristeza. A caminar solos y recordar su cara cada vez con mayor dificultad.
La muerte nos obliga un lento y doloroso proceso de olvido. Casi nunca eficaz.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

Comentarios
  • Nicandro Tavares Córdova.

    Así muera uno con más de 100 años, siempre se dejarán pendientes sin resolver. Mientras hay vida, hay tkempo para la siesta, tiempo que creemos nos hará falta en el momento de morir. Me gustó mucho este artículo lleno de verdad del Académico Jorge Alberto Valencia. Muy buen relato de”una muerte aninciada, pero siempre inesperada”

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