Modestia mexicana

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Modestia es el segundo nombre de todos los mexicanos. Quien no practica esta virtud, es visto como alguien que no merece la nacionalidad. A Hugo Sánchez nadie le perdona la soberbia. Santana sólo es considerado el mejor guitarrista si dice que nació en Autlán. Salvo por eso, nadie los considera mexicanos. Su éxito los desterró para siempre de nuestras fronteras simbólicas. No son de los nuestros.
Un buen mexicano posee una casa humilde y lo presume a quien puede: “aquí en su humilde casa…”, dice. Y además la regala sin otro protocolo que la presentación formal: “mi casa, que es la casa de usted”.
La Conquista nos enseñó a contestar “mande” cuando nos hablan. Consideramos el pronombre interrogativo (“¿qué?”) una descortesía, sólo admisible para niños y presidiarios.
Cuando ganamos una olimpíada de futbol (sólo hemos ganado una), explicamos que Brasil no tuvo puntería, que no asistió al certamen con sus mejores futbolistas y que ese día jugamos como si no fuéramos mexicanos. No es que seamos malos; somos tan modestos que siempre cedemos el triunfo al equipo contrario. Sobre todo si jugamos en casa. Dos mundiales no nos han bastado para ganar un título; en ambas contiendas jugamos como nunca y perdimos como siempre. La anfitrionía nos impide faltarle el respeto a los demás con la grosería de ganarles. Que Pelé y Maradona -los mejores jugadores del mundo en su época- hayan levantado la copa, respectivamente, es como si la hubiéramos levantado nosotros. Nuestra hospitalidad es una forma de negación: somos amables porque no tenemos nada que presumir. Eso creemos.
Juan Diego ya alcanzó la categoría de santo. No por vivir con rectitud sino por la obediencia de subir al cerro a recoger las flores que la Virgen le dijo que habría. Nuestra modestia nos obliga a no cuestionar los mandatos. La gasolina subirá todo lo que se pueda sin quejas ni desacatos, sólo porque lo dice el Gobierno. Juan Diego sigue recogiendo flores como milagros. La modestia nos alcanza para la fe.
La modestia nos convierte en seres resistentes y sufrientes. Si nos amenazan con muros, ofrecemos declaraciones prudentes. Vivimos como si nadie nos ofendiera. Volteamos la cara y no oímos. Ponemos la otra mejilla. Reconocemos que el enojo ajeno es una condición humana. Perdonamos y olvidamos con la cabeza gacha, con la culpabilidad original que nos distingue.
En el país de la modestia, el despilfarro es una forma de exorcismo. Tiramos el agua sin remordimiento y compramos el coche que no podemos pagar. Tenemos el récord de consumo de refrescos y de fritangas; gracias a eso, nuestros niños son los más gordos del mundo.
Nuestro Himno Nacional nos convoca a provocar que la Tierra retiemble en sus centros… Modestos pero valientes, el águila de nuestro escudo devora a una serpiente.
Detrás del espejo, nuestra modestia es agresión. “Candil de la calle…”, decían las abuelas. Nuestra frustración cotidiana nos obliga a sublimarnos bajo presunciones que no ameritan explicaciones. Nos hacemos notar. Nos gusta la adulación mientras fingimos recato.
Bipolares cívicos, mentaremos una madre durante el día mientras agradecemos con una inclinación de cabeza la deferencia.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

  • Nicandro Tavares Córdova

    Excelente!!!

  • Manolo

    bipolares civicos, boders electorales, esquizofrénicos culturales …. mas lo que se acumule esta semana

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