Mejor no llegar a viejo, aconsejan nuestras ciudades

 en Luis Rodolfo Morán

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

Recuerdo a mi querida directora de la escuela primaria que insistía en el dicho: “el que no oye consejo, no llega a viejo”. Cada vez que ella decía eso, me quedaba pensando que el consejo iba en el sentido de que era mejor hacer oidos sordos a los aconsejadores. Porque veía, en mi infancia, a los viejos de mi barrio y a los del pueblo de mi padre: lentos, pobres, cansados, tristes, sin ánimos, con ropas desgastadas y zapatos agujerados. Llegar a viejo, en mis percepciones infantiles, era sinónimo de caer en la desgracia.
Aunque es claro que el sentido del dicho popular es que seamos sensatos y escuchemos a otros que tienen experiencia y pueden dar consejos, como para tenerlos en cuenta y combinarlos quizá, con otras advertencias e historias de la experiencia, ser viejo sigue siendo una bendición muy ambigua. Hay quienes quieren llegar a viejos para ver cómo será el mundo en unas décadas más, para ver la felicidad de sus amigos y parientes. Para llegar a ser más maduro en el juzgar y el hacer. Para saber más, recordar más y a la vez olvidar y perdonar más. Lo malo es que en nuestras ciudades y escuelas la llegada de los viejos está casi vetada.
¿Cuántos hemos visto llegar a los profesores de más años a las instituciones académicas tan solo para causar lástima por las dificultades para llegar: subir y bajar de un vehículo; si son ellos los que conducen, los peligros que representan para otros vehículos y para los peatones; subir a la banqueta, recorrerla, subir escaleras, apoyarse en los hombros de los jóvenes para poder caminar. ¿Acaso porque ven reducida su movilidad, resultan menos sabias o estimulantes las sesiones de sus cursos? Ya sabemos que hay muchos jóvenes docentes que son aburridos, repetitivos y no es cosa de edad que los cursos sean buenos o malos, sino de experiencia y de preparación para cada sesión y para la vida.
Nuestras ciudades y nuestras instituciones académicas parecen aconsejar que quienes no pueden llegar con ánimo atlético mejor se queden en sus casas: no es posible caminar por nuestras aceras; no es fácil permanecer en nuestros parques y además las escuelas cobran un alto precio a los de mayor edad que se atreven a ingresar a sus disparejas instalaciones. Las superficies suelen ser desiguales, los riesgos de tropezar son constantes, la probabilidad de encontrar barandales o rampas es bajísima.
Así que la vejez de los docentes está plagada de peligros que parecen castigarlos por haber escuchado consejos en su juventud. Pero a los jóvenes no necesariamente les va mejor: corren también el riesgo de tropezar, de resbalar, de lastimarse, de sufrir lesiones o accidentes porque las instalaciones de nuestras escuelas son precarias tanto en aulas como en instalaciones sanitarias, en jardines y en patios.
Como dice otro dicho: “más valdría no haber nacido” para muchos de los que sufren la precariedad de las instalaciones de nuestras instituciones académicas. Y de muchos de los edificios públicos de las ciudades de nuestros países en desarrollo.

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. rmoranq@gmail.com

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